
«El Estado soy yo».
El Congreso amanecía desprestigiado por la presencia de Pedro Sánchez, quien la víspera había declarado que no va al Senado a explicar lo de su tesis precisamente para prestigiarlo. El argumento es otra genialidad de la factoría monclovita, pues invierte los términos de la doctrina Umbral: si el escritor iba a la tele a hablar de su libro, el presidente no va al Parlamento a hablar del suyo, básicamente porque ni siquiera es suyo.
Definimos el sanchismo como una manera de llegar al poder a pesar del PSOE y no a través de él, pero también como un modo personalista de conservarlo que precisa un aprecio irreflexivo por uno mismo y un olímpico desprecio por las instituciones de todos los demás, desde las ruedas de prensa hasta las cámaras legislativas. El sanchismo es un absolutismo de nuevo rico que consiste no solo en enfatizar constantemente tu condición de presidente del Gobierno sino en presentarte como encarnación de la razón de Estado, atacada por una oposición histérica. Acorralada por Javier Maroto y Bermúdez de Castro, la ministra Delgado consumó una sinécdoque -la parte por el todo- que le hubiera envidiado el mismo Luis XIV: «¡Yo soy la víctima de un chantaje al Estado!». Hombre, doña Dolores, las víctimas no suelen aceptar mariscadas de su chantajista, ni interceden con sus amigotes, ni elogian la idoneidad de su puticlub.