
Macbeth comprado en los chinos.
España es un país con un presidente que ni gana ni convoca elecciones cuyo poder depende de los enemigos de la Constitución y cuyos Presupuestos se negocian en el trullo entre un golpista beato y un antisistema con chalé. Lo que no sabemos todavía es si esta descripción tristemente objetiva de la realidad corresponde a las luces de bohemia de un olvidable paréntesis en la historia de la cuarta economía del euro o si avanza el mero prólogo de una degeneración más profunda de la que, al cabo de un sexenio ominoso de sanchismo, emerja una confederación de repúblicas deficitarias, unidas únicamente por la alienante propaganda de sus muecines mediáticos y por el voto clientelar regado con impuestos.
La legislatura de Sánchez es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, pero nuestro Macbeth plagiado de El rincón del vago guarda con el original la semejanza de la genuina carencia de escrúpulos. Hará lo que haga falta por retrasar las urnas hasta que sus publicistas hayan terminado de confeccionarle el traje del emperador: se cobrará la salud mental de Lola Delgado obligándole a resistir, enterrará la carrera de Calviño o humillará a Borrell y a Felipe VI por un voto indepe más. Porque no nos gobierna un político al uso, sino un hombre herido que un día juró venganza y al que la sonrisa del destino le concedió la dulce posibilidad de practicarla a costa de nuestras instituciones y de nuestros bolsillos. Es todo un espectáculo contemplar desde la tribuna de prensa cómo le aplauden a rabiar todos esos diputados susanistas que venían a susurrarte la calaña de Pedro, lo loco que estaba, el peligro que suponía. Y ahí les tienen ahora, partiéndose las manos por un puesto en las listas. Qué no escribiría Balzac con semejante acopio de enternecedora fragilidad humana.