
En el interior de la urna, el conocimiento jurídico de Pep.
La prueba de que el separatismo ha degenerado en folclore, tipo pan con tomate o castillos humanos, la aportan los dos costaleros que apuntalan los últimos sillares de su ruinoso prestigio: un cantautor protesta y un entrenador de fútbol. Por un lado está Lluís Llach, que ha pasado de cantar contra Franco a repartir estacazos de advertencia sobre los funcionarios que permanezcan leales a la ley. Y luego está Josep Guardiola, Pepe Hucha en traducción, que ha pasado de defender la camiseta de la Roja -no consta que lo llevaran a los mundiales a punta de pistola- a cargar contra los «abusos de un Estado autoritario». Si está aludiendo a la Duodécima y a la Liga, comprendemos su frustración: la hegemonía del Real Madrid empieza a resultar ciertamente abusiva. Y para colmo el único título que puede celebrar su Barça colonial lo entrega el Rey de la metrópoli.
Cualquiera activista de Unicef que oiga a Pep hablar de «persecución de derechos» pensará que se refiere a los niños usados en cadenas humanas y televisiones públicas para revestir de ternura kitsch la propaganda de un plan de expropiación de soberanía. Pero suponemos que don Pep no se refiere a ellos, ni a los derechos escolares de los castellanoparlantes, ni a la maniobra venezolana con que han excluido a la oposición del debate parlamentario en su propia cámara. Ni tampoco a las comisiones que financiaron durante décadas al partido que aún lidera el golpe.