
Canta la cólera musa…
La grandeza del Real Madrid no consiste, como creen los madridistas, en imponerse a todos sus rivales, sino en vencerse primero a sí mismo. Nadie duda ya de que Cardiff instala la hegemonía blanca en el fútbol mundial. Pero si el ciclo de Di Stéfano tiranizó Europa sin fisuras, esta moderna hegemonía en color admite la zozobra y el improperio en propia meta. Quizá el Madrid sea lo suficientemente ancho como para contener la negación de sí mismo, porque gana a menudo poco minutos después de que los madridistas lo hayan desahuciado. Así fue en Lisboa, así en Milán y así en Cardiff hasta que Cristiano marcó el segundo.
Olía el estadio a hierba fresca, que es el napalm del Madrid. Empezó la final cómo empiezan todas, tímidas, indecisas, huyendo del sí como niñas recatadas. Dybalase movía grácil con sus calcetines a media asta, y la afición turinesa disponía de un fondo más amplio -y un madridismo más pipero- para hacerse oír. A la final le faltaba guionista. Tenía que ser Cristiano. Pero la tijera de Mandzukic desató el thriller. Rajoy, que ve estos partidos incorporado -suspense que en el escaño no es capaz de provocarle la oposición-, se atusó la barba, mientras Cifuentes comentaba la amarilla a Ramos, que venía a ser como el precio de la alegría. Al descanso ni siquiera la lucidez balcánica de Mijatovic se atrevía a profetizar un final feliz.