Nadie es tan sentencioso como aparenta en Twitter ni mucho menos tan atractivo como miente el Instagram, pero eso tampoco importa. Lo sintomático es que el uso mayoritario que se le da a ambas redes sociales tuerza por el género bobo llamado selfie, esas autofotos popularizadas por los teléfonos inteligentes, valga el oxímoron, podios de vanidad ful, altares del grito individual en el océano de la irrelevancia sumada. Con nuestro smartphone nos retratamos pensativos bajo un roble, o cosmopolitas en el Empire, o picantones en la playa, y arrojamos la botella –chupito, más bien– de nuestro ego al ancho mar de la tecnología, esperando el reflujo del retuit o del Me Gusta concedido por otro náufrago solidario. Y en el mismo momento de haber pulsado al botón, a los más hamletianos de nosotros nos embarga una tristeza poscoital: la certeza de una euforia prematura, de una originalidad imposible, de un protagonismo efímero, de una banalidad total.
Si algo nos han enseñado las redes sociales es una verdad tan antigua, tan griega, como que todo hombre está solo. Quizá no más que antes, sería excesivo, pero desde luego no menos, y eso sí es noticia. Nos prometieron que la tecnología conectaría a las personas pero, si no las desconecta, desde luego tampoco las comunica mejor. Como mucho acerca sus fragmentos, sus cortes de pelo o sus citas plagiadas, y en el mejor de los casos pasaremos años tuiteando con un amigo virtual antes de que nos demos cuenta de que es un perfecto desconocido, otra alma anhelosa ofreciendo su lado más sociable en la almoneda virtual.
Si algún mensaje se eleva por encima del ruido egolátrico de las cibercuentas es este: “¡Eh! Me siento solo, ¡atiéndeme!”. No comentaremos, por añeja caballerosidad, el entrañable grado de atavismo al que para emitir ese grito llegan esas muchachas de fisonomía vulgar que comparecen sin embargo en Instagram como cristalizaciones antropomórficas del pecado. Ese es un fenómeno puramente artesanal. Lo que importa señalar es que las redes suplantan la experiencia sensorial por la superestructura cibernética y, aunque enseguida corremos a celebrar el invento colgando nuestra pose artificiosa en la red, en realidad estamos protestando por la privación de la vista, del oído, del tacto, del olor y del gusto. Descartes elaboró su método racionalista sobre la incompetencia informativa que atribuía a los sentidos, afectados por un “duende maligno” que podría estar averiando nuestras percepciones. Así que decidió erigir todo conocimiento sobre una primera abstracción, radical y genérica, el intelecto autorreferencial como garantía de existencia: pienso luego existo. El programa, claro, era tan exigente que media Europa se acabó poniendo de acuerdo de un modo u otro para decidir que el mejor lugar para René era la cárcel. Y hacían bien, qué carajo: no se puede ser tan esaborío.
Hoy, sin embargo, todos somos cartesianos y desconfiamos de la sensualidad. La sensualidad también se prefiere aséptica y en pantalla, de hecho. El duende maligno de la virtualidad ha vencido y es su corona invisible la que sale retratada en cada una de nuestras autofotos. Todo selfie tiene por tanto algo de asepsia y egolatría, de cárcel cartesiana y reivindicación pueril. Instagram es un muro de personas que no se tocan ni quieren tocarse, en resuelta contradicción con la terrible, anacrónica sociología de Campofrío. Nos basta no con que le miren a uno, sino con que uno crea que le están mirando, envidiando incluso si nos sentimos boyantes. La autofoto compartida es un deseo de trascender nuestra propia irrelevancia que está condenado a la melancolía. Porque la irrelevancia no se supera con fotitos, sino con trabajo y con talento, dos cosas que escasean en España.
La autofoto no se beneficia siquiera de la disculpa documental, la voluntad de registrar una visita a un monumento o un poético ocaso, porque el principal protagonista es uno mismo y en esas imágenes no se comparte el ego con nada más, que para eso es el ego. La autofoto es todo lo más refinado a que puede llegar el vicio de Onán. Y sin embargo se pretende que la autofoto sea aplaudida en la red, se acaricia la ridícula pretensión de que seres anónimos disfruten de nuestro instante intransitivo.
Nadie en esta triunfante civilización del infantilismo está a salvo de la tentación selfie. Ahí tienen ustedes a Obama autorretratándose en el funeral de Mandela con la sobrevalorada ministra danesa. La historia en los medios se redujo a un flirteo inexistente y a un ataque de cuernos de la parienta igualmente tramposo, como sabe cualquier fotógrafo revirado; lo que se debió de señalar es el hecho primero, desalentador, tenebroso: los amos del mundo también necesitan hacerse selfies. No hay escalafón que escape a la irrelevancia del yo, no hay lugar ya para la suficiencia del poder ni para la belleza sin testigos de una mente adulta en funcionamiento. Es horrible, joder.
Entre el hombre y la mujer primermundista empieza a prevalecer un fenotipo tecnosexual, solitario y postizo, conectado a las interpretaciones y desconectado de las cosas, y solo los cohetes norcoreanos, el avance chino o el despertar africano nos devolverán a las sensorialidad prístina, a Husserl, a la caza y a la recolección, al abrazo, al crochet, al rugido, al regüeldo, a las palmas, al acíbar y a la oratoria presidencial sin plasma.
(Publicado en Suma Cultural, 28 de diciembre de 2013)