
Es una especie de melaza mediterránea, un fluido dulce y espeso que cubre todas las aristas, sepulta los olores fuertes y facilita las digestiones pesadas. No impregna a todo aquel que vive y trabaja en Cataluña, por supuesto, pero perfuma inconfundiblemente a quienes llevan dirigiéndola desde que el patriarca bajó de Montserrat con la receta de cocina en una mano y la bula del Estado en la otra. Es la crema catalana, la crème de la crème donde hace mucho que flota nuestra Sicilia sin muertos del nordeste peninsular. Sus naturales más divertidos te lo reconocen entre risas, con ese desahogo inimitable con que se casan con Ramoneta sin dejar de financiarse su puta, habilidad que aún levanta admiración en la árida meseta castellana, menos dotada para la hipocresía y el placer. Algunos se creen depositarios de la fineza de Andreotti, pero sus maneras los emparentan más bien con la tosca impunidad de Berlusconi. Y creen ciegamente en la profecía de Francesc Pujols: «Un día a los catalanes todos sus gastos les serán pagados allá donde vayan».