
La velocidad con que Macarena Olona ha cambiado el papel de verdugo de los ajenos por el de víctima de los propios impresiona un poco, pero no tanto a cuantos estamos acostumbrados a juzgar la política española como el vodevil frenético en que se convirtió hace una década. Uno parpadea y la tragedia ha mutado en farsa, los bufones anecdóticos reescriben el drama central y el actor protagonista es degradado a secundario mientras el secundario domina la escena. Un secretario general del PSOE que se presentaba como liberal termina gobernando como un peronista. Un líder del PP que prometía devolver el pulso ideológico al partido se estrella contra quien mejor materializó esa promesa en Madrid. Un vicepresidente comunista obsesionado con el poder real prefiere entregarlo con tal de volver a ser un agitador. Los votantes que elevaron a la cima demoscópica a un candidato centrista según iba definiendo su proyecto lo hundieron en semanas por definirlo demasiado.