
Anita termina el ejercicio, pero la sonrisa se hiela en el rostro atento de su entrenadora. Algo no va bien. Parece que no se mueve, que se está hundiendo, su cuerpo rígido desciende suavemente, una gravedad letal lo reclama. No hay duda de que Anita Álvarez está cayendo, parece un ánade baleado en pleno vuelo sobre un estanque. Se va a ahogar. La entrenadora grita a los socorristas, pero los socorristas no reaccionan. Son piezas mecánicas en el engranaje de un protocolo que rara vez se aplica y que solo puede activar la señal del árbitro. Los reglamentarios cerebros del árbitro y de los socorristas no están programados para decidir sino para transportar las órdenes de otro, siempre de otro, pero a Anita se le acaba el tiempo.