
Nací, perdóname, al final de la Guerra Fría, y me cuesta entender el anacrónico respeto que profesas a Rusia como tótem, como entidad metafísicamente inconciliable con la civilización. Leo las opiniones que ciertos militares de tu quinta dais en la prensa libre (en Rusia está prohibida la autocrítica), conteniendo apenas la admiración por el mayor criminal de nuestro tiempo. Tu incomprensible comprensión hacia las razones de ese Tamerlán neumático que revienta las maternidades de Ucrania es nostalgia muerta por un gigante oxidado que acaso justificaba los esquemas de tu biografía. Para mi generación el temible oso ruso es un Mitrofán borracho, abatible y capón que seguirá desfigurando niños y enviudando esposas hasta que sea convenientemente disecado, mejor a manos de los suyos.