
Uno se gana la vida opinando, pero opinar es imposible después de una madre ucraniana. Estás allí, como un Sísifo de la tele o de la radio, listo para empujar tertulia arriba la piedra de tu modesto parecer, que rodará hasta el fondo del olvido al final del programa. Entonces entra en directo Natasha. O Alina. O Aleksandra. Y en ese instante mueren de irrelevancia todos los comentarios previos y todos los posteriores.