
Puros.
Vox hizo en Murcia lo que debía porque Vox no es un partido sino un púlpito, una plataforma moral en pos de hacerse oír. Nació para arrogarse la pureza que la derechita cobarde y la veleta naranja habrían perdido: esos dos apelativos constituyen su más exitosa aportación a la política española, con ellos se disparó en Vistalegre. Pero cuando por imperativo poselectoral tiene que acercarse a los impuros, Vox pierde su razón de ser. Que nunca fue la lucha contra el separatismo y la izquierda -para eso ya hay profesionales experimentados- sino la reprobación de PP y Cs. Porque a todo buen predicador le motiva más castigar al hereje que convertir al pagano.
Vox es una emoción política que invierte el 15-M: de indignados a dignísimos. Por eso debería reventar también la investidura en Madrid, pues donde impera la Dignidad sobra el arte de lo posible. Cinco horas negociaron en Cartagena para luego recibir el espinoso telefonazo que ordenaba pegarle fuego a todo, la llama purificadora de la venganza. Contra el PP por el papel trucado que les coló Almeida la víspera de su toma de posesión, pero sobre todo contra Cs, partido contra el que Vox alcanza su plena justificación espiritual. Que la política no es lo suyo lo prueba que ni exija condiciones programáticas -si son asumibles Vox carece de sentido y si son propias de Vox no se pueden asumir- y ya ni mendigue sillas: solo pide respeto. Incluso cariño. Cuando insulta a Rivera no es por odio sino por despecho, porque ansía su aprobación, porque no les quiere como quieren ser queridos. Nada de sexo rápido y olvidable con libertinos afrancesados: ellos anhelan santo matrimonio y firma ante vicario. De la épica a la lírica. Vinieron a emular al Mío Cid y hoy musitan las rimas más cornudas de Bécquer.