
Maestro y discípulo.
Todos los estudiosos del sanchismo sabemos que el sanchismo no es una categoría fija. Puesto que Sánchez es un significante vacío, un donut de ambición -la nada contorneada por el azúcar-, sus movimientos se acomodan a la mudanza de las circunstancias; lo único importante es que el maniquí se almacene cada noche en La Moncloa. En estos momentos, por ejemplo, el sanchismo es una mezcla de la abulia de Rajoy y el cinismo de Zapatero.
Del primero ha adoptado la renuncia al trabajoso deber de gobernar, que se ha puesto imposible desde que hay tanto partido pidiendo cosas, así que se conforma con durar en funciones y prorrogar el último presupuesto de Montoro, a quien tengo pendiente preguntar qué se siente gobernando España después de muerto. De Zapatero hereda Sánchez el desprecio a la concordia del 78 camuflado de diálogo sonriente. Hace falta tener un estómago de hierro para sonreír como sonríe Zapatero tragando lo que traga Zapatero. El mismo que se reunió con Otegi en septiembre para recordar con nostalgia aquellas negociaciones de caserío; el mismo que aceptó incluir en ellas la baza de Navarra; el mismo que arruinó el país, después arruinó su credibilidad y ahora está terminando de arruinar Venezuela, todo sin dejar de sonreír. Uno escruta los ojos de Zapatero, esa glauca fijeza almohadillada de insomnio, y recuerda la sentencia en bronce de Pla: «Cuando les das el poder a los virtuosos, todo el mundo se muere de hambre».