
Un clásico.
De una España que idolatra la cocina, el gimnasio y las mascotas ya estaba tardando en bajarse Rafael Sánchez Ferlosio, que consagró su vida a las anfetas, la sintaxis y los hombres. Tiene suerte de haberse muerto antes de tener que soportar la humillación del elogio unánime, el gran contestatario devenido autoridad, el iconoclasta hecho mármol, el ceñudo revelado en su ternura. Lo cierto es que el inmortal ha muerto y ha hecho bien, porque nada de lo que podía ofrecerle el mundo podía ya interesarle.
El columnista capaz de escribir «sinaítico» porque quizá veterotestamentario le parecía manido está mejor en los libros de texto -¿los hay aún?- que en su tertulia del barrio de la Prospe. El español que se medía con Ortega, y en ocasiones lo vencía, no tenía espacio en los zascas de Twitter. El humanista que acusó a Walt Disney de ser «un corruptor de menores nunca bastante execrado, el más mortífero cáncer cerebral del siglo XX», jamás habría podido exonerar a sus discípulos, especistas descongelados que propugnan los derechos humanos de los animales. El anarquista que clamaba lo mismo contra «el furor de dominación» del Estado y contra «el furor de lucro» del mercado no encajaba en el troquel binario con que se empeñan en seguir sexándonos como a pollos sin cabeza. El ciudadano ahíto ya en los 80 de la «empachosa onfaloscopia» –omphalós en griego significa ombligo- por la que la lucha cívica de la igualdad cedía al empuje disgregador de las identidades no resistía otra ojeada a los frentes judaicos populares en que ha degenerado la izquierda. El ateo irreductible que se mofaba del macizo de la raza marcha de aquí antes de aguantar la nueva ola de narcisismo folclórico que esencializa la romería del Rocío o eleva la tauromaquia a misión histórica. El moralista escatológico que denunciaba «la moral del pedo» ha preferido morirse antes de seguir oliendo el tufo a sacristía laica de tanta oenegé, colectivo, minoría, activista de agravio vivo e intestino muerto cuyo gas noble solo complace al que por su culo lo predica. Y el jacobino, en fin, que hace un año ya confesaba el tedio oceánico que le producía el tabarrón catalán ha decidido fallecer oportunamente antes de seguir tolerando «esta peste catastrófica de las autonomías, las identidades, las peculiaridades distintivas, las conciencias históricas y los patrimonios culturales», por culpa de lo cual la inteligencia de los españoles -afirmaba- va degradándose hasta acercarse peligrosamente a los umbrales de la oligofrenia.
Cuando andaba bajo aviso de la parca para que completase las Herrumbrosas Lanzas, Benet debió poner sus tierras en orden -de ahí el caballero que se retira de una batalla encomendado a Martín-Santos- y uno de los primeros debió de ser Sanchez Ferlosio:
«Alfanhui pasó a otro salón. Se oía allí un zumbar extraño. Junto a la rendija de luz de una ventana, habia un clavicordio. Blanco, con ribetes dorados. El umbido venía de aquello. Alfanhui se acercó y tocó una tecla. La tecla se hundió lentamente, y después de una pausa, sonó una nota lenta, melosa, larga y amortiguada. Abrió la tapadera del clavicordio. El zumbido sonó muhísimo mas alto. Miró. El clavicordio era una colmena. Parecía todo de oro. Los panales estaban construidos sobre el arpa, a l largo de las cuerdas. Las abejas trabajaban; alguna se posaba en las manos de Allfanhui; otras, salían por la rendija de luz; otras, entraban. Por debajo del arpa había un enorme depósito de miel que cogía toda la caja del clavicordio tenía cuatr dedos de altura. Esta miel se salía por los resquicios de entre las maderas y colgaba hasta el suelo, por fuera del clavicordio. Colgaba en hilos, como la orla de un chal.»
Y el cuidado, [re]pensado contrapunto:
«Con mucho tiento, como si su caja encerrara un eligroso mecanismo, Arderíus se había empeñado en inspeccionar aquel instrumento que muy posiblemente no había ido utilizado en muchos años. Sólo contaba con seis escalas y las cuerdas estaban ingeniosamente dispuestas en un diedro para aprovechar al maximo las pequeñas dimensiones del bastidor. Se hallaba cmpletamente desafinado y buen número de teclas no producían sonido alguno […]Arderíus interpretó unas piezas desconocidas para todos: unna danzas de Chabrier, un rondó de Hahn, unas gimnopedias y algo de Poulenc, una breve muestra del repertorio favorito de sus maestros Baty y Viñes, con un homenaje a su compañera Bayona»
Naturalmente, no acaban aquí la cosas, pero es un fotón -un cluster de fotones- para iluminar la oscuridad que a veces se vuelve insoportable. Brille la luz sobre ellos
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