
Política.
El fichaje de Ángel Garrido por Ciudadanos a cuatro días de unas elecciones generales que entre otras cosas dirimirán el liderazgo del centroderecha es un capítulo de Netflix. Tiene de todo. Él se enteró por la prensa de que Casado no contaba con él y por la prensa se ha enterado Casado de que Garrido se va con Rivera después de haber firmado su conformidad con el puesto número 4 en las listas del PP a las europeas. Pero Garrido solo pierde dinero -en Bruselas se vive bien-, porque el respeto de su ex partido ya sentía haberlo perdido cuando le sustituyeron por Díaz Ayuso, cuyas sentencias públicas están más cerca de Yogi Berra («Es difícil hacer predicciones, especialmente sobre el futuro») que de Eleanor Roosevelt. El barón que no cedió al chantaje del taxi y empezó en UCD puede vender afinidad a Cs.
La maniobra de Garrido desnuda una venganza fría, cariñosamente planeada, que expresa en toda su impactante crudeza hasta qué punto el 28-A no dirime solo la permanencia de Pedro Sánchez en el poder sino el liderazgo del centroderecha que se disputan Rivera y Casado. Disputa que afloró con virulencia en los debates: el primero lo ganó Rivera y en el segundo estuvo mejor Casado, pero el golpe de mano del líder naranja a la mañana siguiente entierra esos ecos triunfales junto con la insidia ya ociosa de su entendimiento poselectoral con el PSOE. Rivera ya no quiere ser la bisagra de nadie ni jugar a centro impoluto: quiere acercarse al PP hasta rebasarlo. Que eso revele un delirio de grandeza o el instinto de quien ha olido sangre -el PP sufre por añadidura la hemorragia hacia Vox, adonde se ha marchado hasta el autor del logo de la gaviota- lo dirán las urnas. Pero de momento ha conseguido que de aquí a las elecciones se hable de su aspiración a liderar la alternativa al sanchismo. Se llama guerra psicológica.