
Obra sin título.
Cada mañana se levantaba experimentando la exquisita alegría de ser Salvador Dalí y se preguntaba: «¿Qué cosas maravillosas logrará hoy Salvador Dalí?». El pintor de Figueras fue un genio porque se propuso serlo con determinación absoluta, y se labró su propia genialidad pintando tetas voladoras y calzándose chaquetas adornadas con chupitos de pippermint. Pero desde que murió, Dalí ya no puede levantarse entusiasmado consigo mismo, lo cual no quiere decir que su obra haya quedado interrumpida: únicamente se tumbó a esperar a que nuestra pertinaz necrofilia terminase el trabajo. Finalmente el surrealismo daliniano alumbró ayer su obra maestra, que no fue la muerte del genio, como el mismo Dalí pensaba, sino su resurrección por orden del juez para acreditar una paternidad póstuma. El círculo creativo del ácido desoxirribonucleico ha sido cerrado.
La rareza de Dalí no consiste en su arte sino en su optimismo, que es voluntad proyectada al futuro. Si en España la genialidad escasea es porque se resiste a abandonar su idiosincrásico fatalismo, que es voluntad encadenada al pasado. La política regala ejemplos a diario. ¿Pacto educativo, reforma de las pensiones, modelo fiscal? ¿A quién le importan las ilusiones de la próxima generación si movilizan más las penas de las generaciones perdidas? Aquí la memoria histórica no es un precepto compartido sino una parafilia grupal. La Transición no se acaba nunca, para impugnarla o para extenderla hasta Doña Leonor. Franco es una presencia cada día más amenazante, hasta el punto de que don Lambán se ha visto obligado a arbitrar sanciones millonarias para contener las riadas de fascistas que bajan por el Ebro cantando el Cara al sol. Los callejeros se renombran obsesivamente. Las mociones de censura se dirigen contra Cánovas del Castillo. Las comisiones de investigación se remontan a las meriendas de Fraga, y se reclaman otras nuevas para revivir la dulce guerrilla urbana cuando lo de Irak o para adjudicar nuevas culpas por el accidente de Angrois. Ni siquiera el suicidio de Blesa extingue la fruición justiciera del español estafado, que desearía hacer con su cadáver lo que Twain con el de Jane Austen: desenterrarlo y golpearle el cráneo con su propia tibia. La muerte en España nunca muere: es como el semen de Dalí, que engendra demandantes después de enterrado. El mismo semen que el adolescente Salvador metió en un bote y envió a su padre con este mensaje: «Ahora no te debo nada». Admirable ejercicio de emancipación liberal que, en el solar de papá Estado, singulariza más al artista que sus asnos podridos y sus relojes licuados.
se pregunta uno cual será la cadena trófica de las noticias en este país, y más en verano con el león Stephen o cómo se llamara, la buitresa vidente o los zoológicos de la duquesa ¿No había un latinajo legal para asuntos nimios que no procedieran? «La ley no se ocupa» o algo así. ¿Pero de qué se iban a alimentar las liendres del muladar? ¿De qué se iban a ocupar los once mil columnistas?
No sé si sería Buñuel o Dalí quien ideara la imagen de un tipo manejando con un bastón un pedazo de casquería ante la mirada dontancrediana de un círculo de curiosos , imagen plagiada en la coda de «La Naranja Mecánica» donde el tal círculo (vestid de época, prim and proper) traslada su atención a una pareja que anda folgando en vez de con la tranquilidad y campechanía que uno se figuraba al leer los romances medievales con el ardor fast & furious de un mortecino cine moderno. Seguro, seguro que a Salvador le divertiría