
Mark Thompson, periodista.
El hoy presidente de The New York Times antes fue director de la BBC, así que algo sabe sobre lenguaje político. Personalmente, no he leído un ensayo sobre la decadencia de la retórica democrática tan desalentador y a la vez esperanzado desde Fuego y cenizas, de Ignatieff. Como él, Mark Thompson (Londres, 1957) combina el tono confesional y la reflexión profunda con ese compromiso casi patrimonial respecto de la democracia que solo poseen los anglosajones. Su estilo es tan claro como su pensamiento, lo cual no significa simple, porque maneja con soltura una erudición pertinente que le permite remontar la genealogía del nuevo populismo hasta la sofistería antigua, para que el lector constate que todos los peligros están advertidos hace tiempo.
Que la corrupción del lenguaje -la escisión entre el signo y la cosa- precipita la democracia hacia la tiranía es algo que ya identificó Tucídides en la frivolidad ateniense o Salustio en Catilina, célebre populista que tuvo la mala suerte de topar con Cicerón. Pero son Aristóteles y Orwell las referencias más constantes de este libro. El primero porque su división del discurso público en logos (argumento), ethos (carácter del emisor) y pathos (estado de ánimo del receptor) no solo no ha perdido vigencia sino que facilita el diagnóstico: la eficacia emocional ha desplazado el debate racional en nuestras democracias. El segundo, porque desenmascaró la negación del principio de no contradicción que sustenta toda propaganda totalitaria. Y la dictadura no es más que la degeneración de la democracia a través de la demagogia.