
Monumento a Corocotta, caudillo cántabro.
Pedro, el hospedero de la casona cántabra donde me alojé unos días, tiene enmarcado un mapa romano de la Península Ibérica. Cuando señala a los huéspedes la provincia de los cántabros, que por entonces abarcaba buena parte del norte peninsular, no reprime el orgullo montañés:
-A veces viene un vasco, o un catalán, y yo le digo: busca, busca aquí tu Euskadi. O tu Cataluña. ¿A que no aparecen por ningún lado? En cambio ahí pone ‘Cantabria’.
Razón lleva. Por entonces ni siquiera estaban inventadas las piedras que levantarían los hijos de los vascones, y faltaban varias centurias para que a los fenicios de la Tarraconense se les conociera como catalanes. A Pedro le tiembla la voz cuando rememora el coraje de los guerreros cántabros, que preferían engullir las venenosas hojas del tejo antes que caer prisioneros de las legiones. Y no disimula la tristeza que le causa la inutilidad de tan heroica resistencia: «Al final nos conquistaron». Nos, dice.
Es la primera vez que leo algo tuyo, no se de que vas ni de que pie cojeas, pero el artículo tuyo, de verdad, me parece ofensivo.
Lo más bonito en esta puta vida es compartir y tratar de entender los sentimientos de los demás.
Un saludo de un cántabro ó montañés, como prefieras, bastante dolido.