[Reproduzco a continuación, por si fuere oportuno, un fragmento del nuevo dietario que acaba de publicar Manuel Jabois (Manu, Pepitas de calabaza, 10 euretes de nada), que presentó el pasado 1 de junio en la librería Tipos Infames de Madrid y que anda estos días luminosamente disponible en la Feria del Libro. Lo reproduzco con la descarada vanidad que me causa su cariñosa mención y con el deseo de promover su venta, si es que ello está al alcance de mis pulmones. Publicaré una reseña de Manu -a quien conozco personalmente, y ese niño moreno y asombrado ha nacido para conductor de pueblos- en el número de julio de la Revista Leer. Entretanto brindo este aperitivo por lo que me toca, y me toca mucho, porque en Jabois yo no distingo al amigo cordial del autor que me enseña cosas en cada texto. Por lo que respecta a la veracidad de lo narrado, por supuesto, no cabe dudar de una sola coma.]
(…) Nos fuimos a Madrid de nuevo, esta vez para firmar en la Feria del Libro con los jóvenes de Libros del KO. Tres de las personas que más me ayudaron fuera de Galicia estuvieron allí ese fin de semana: Elvira Lindo, Alfonso Armada y David Gistau. Con Gistau comimos varios, entre ellos Jorge Bustos, por el que siento una veneración contracultural desde que se presentó en Pontevedra para conocerme como si yo fuese Salinger y me negase a salir de mi escondrijo; bebimos licor café y cuando parecía que nos íbamos a liar a copazos cogió su macuto y se fue corriendo.
-¿Pero ya está? –le pregunté.
-Sí, sí. Si yo he venido a conocerte, nada más.
El calientapollas me dejó volviendo a casa a las once de la noche muerto de vergüenza sin saber qué decirle a Ana.
-Va a pensar que soy un aburrido, Jorge, quédate un poco más, no me hagas esto.
-Qué va, qué va, me esperan en otro lado.
-Qué es, ¿otro columnista?
-No me lo hagas más difícil, Manuel.
El taxista, que acariciaba de vez en cuando el crucifijo del espejo, estaba alucinando.
-Esto parece una cita por Internet que ha salido mal, Jorge, no me jodas.
Tanta prisa tenía por alejarse de mí que al llegar a la estación y ver que había salido el tren, le pidió al taxista que lo llevase a la siguiente parada, que está a cuarenta kilómetros. Persiguiéndolo, persiguiéndolo, lo mismo le alcanzó coger el vagón para los últimos dos kilómetros.
En Madrid hubo revancha y no paré de meterle copas por la boca hasta que se dobló sobre sí mismo a las puertas del Matadero y tuvimos que recogerlo entre varios. Madrid, también, me procuró la amistad de Israel Vicente, que me regaló dos entradas para San Isidro para ir con Ana. Pero a Ana el calor de Madrid le complicaba por momentos la salud, acarreando de un lado a otro la barriga a tontas y a locas pendiente de nuestros caprichos, y terminamos Jorge y yo bebiendo cerveza y haciéndonos fotos en el tendido mientras Israel, no sabíamos desde dónde, nos espiaba, pues de vez en cuando enviaba mensajes riñéndonos (si bien ninguno como el primero, cuando me hizo ver que salía el cuarto toro de la tarde y aún no estaba en mi localidad; había ido a saludar a San Sebastián de los Reyes al mismísimo Alsina, que me deprimió un poco por joven: los jóvenes en general, cuando destacan tanto, provocan profundas depresiones incluso a los que aún son más jóvenes. “Ya nunca podré ser locutor estrella”, le dije a Ana a la vuelta, “ni futbolista, ni ministro, ni corrupto; y mira Bustos con treinta: ni columnista voy a poder ser”).