
El espectáculo del sanchismo desmoronándose ante nuestros ojos sorprende más viniendo de quien encontró método en la locura e hizo costumbre de la excepcionalidad. Esta legislatura macbethiana, llena de ruido y furia, ha creado una expectativa revolucionaria que los enemigos de la democracia del 78 esperan ver satisfecha; pero también ha alimentado un tempestuoso anhelo de estabilidad que infla las velas demoscópicas de Feijóo. De ahí que Pedro se debata entre seguir resueltamente la senda radical o explotar el foco del semestre europeo como si no hubiera degenerado en mandatario argentino. Cuando arremete contra Ferrovial, sumando la efigie odiosa de Rafael del Pino a aquel tramabús que Podemos puso a circular por las calles españolas, opta por lo primero; pero cuando envía a Bolaños a Bruselas para controlar los daños del dictamen sobre el uso de los fondos o del próximo informe sobre el deterioro del Estado de derecho revela preocupación por los efectos de su propia obra política. Habituado a mentir a los españoles, duda que pueda engañar con igual facilidad a las autoridades comunitarias. El dulce periodo en que era posible manipular a todos todo el tiempo -incluyendo a las estadísticas- con la excusa de la alarma pandémica se terminó: debe elegir.