
Nos tienen avisado que el mundo no acaba con una explosión sino con un gemido, con un mohín, apenas con un telúrico encogimiento de hombros, como si al planeta le importaran lo mismo el mono erguido que desaparece y la quitinosa cucaracha que lo repoblará. Así sucedió un día y sucederá también con nosotros. La diferencia es que los dinosaurios no fueron tan imbéciles de extinguirse a sí mismos: ellos tienen la disculpa del meteorito.