
Nos tienen avisado que el mundo no acaba con una explosión sino con un gemido, con un mohín, apenas con un telúrico encogimiento de hombros, como si al planeta le importaran lo mismo el mono erguido que desaparece y la quitinosa cucaracha que lo repoblará. Así sucedió un día y sucederá también con nosotros. La diferencia es que los dinosaurios no fueron tan imbéciles de extinguirse a sí mismos: ellos tienen la disculpa del meteorito.
El pobre Putin no tiene la culpa de contar con esa pobre mandíbula suya (‘chinless wonders’ que solían llamar despectivamente a sus desechos de clase privilegiada los actuales contrincantes anglos de Rusia), pero sí que cuenta con un montón de resentimientos y trampas que pagar que podría llevarnos a todos, en efecto, al postapocalipsis nuclear. Lo que me intriga es si se repetiría el principio de los tiempos donde primates y astronautas compartieran su fascinación por lo que parece un lingote de malaquita o de oro-antimateria o habría que barajar, Sancho.