
Reunió fuerzas suficientes para tomar la palabra una última vez, flanqueado por el coro de sus enemigos: los adversarios los tenía enfrente. Evitó dar vuelo al verbo como hizo en sus instantes de mejor inspiración, automatizó la garganta y leyó el discurso para ahogar las emociones antes de que pudieran traicionarle, pues ya iba servido de traiciones. Apeló a la concordia, reivindicó al PP, añoró el bipartidismo. Su pudor castellano le prohibió el broche sentimental, la despedida explícita que habría fijado en la memoria la marcha de un gran parlamentario. Hablar no es liderar, pero siempre habló bien.