
Aquella mañana Nadia Calviño se despertó con una tortuga colorada en la solapa. Un broche defensivo, desmesurado, con el que esperaba repeler los ataques de la oposición pero también la demagogia de su vecina de escaño, a la sazón vicepresidenta segunda. El caparazón no tardó mucho en ponerse al rojo vivo como el vientre del trasbordador espacial al cruzar la atmósfera: el ambiente en el Hemiciclo venía cargado de electricidad. Muy cara, de hecho.