
Descubrir que a la lava le damos igual puede ser muy pedagógico. Le da igual que seamos pompeyanos del siglo uno o canarios del veintiuno, porque los volcanes -asombraos, niños- no tienen sentimientos. Es imposible empatizar con una lengua de fuego que emerge a mil grados del inframundo, calcina cuanto encuentra a su paso y sepulta el recuerdo de lo que había bajo un espeso sudario mineral. Una colada volcánica es el fundido a negro de la vida: animal, vegetal, microbiótica. Ni siquiera Disney ha podido humanizar un volcán.