
Si tiene razón Madariaga, el español contempla la política como una obra de teatro -hoy escribiría como una serie de Netflix-, mero espectador de protagonismos, antagonismos y giros dramáticos que no le interpelan directamente si no es para aplaudir o abuchear, cuando no para devolverlo a su natural estado de indiferencia. Eso explica que Franco muriera en cama, que el 23-F lo pararan las élites, las mismas que habían tejido la Transición de la ley a la ley, y que el personal solo saliera a manifestarse contra los golpistas cuando sus élites le garantizaron que exhibir pancartas no comportaba coste personal alguno. Puede que esta lanar condición no hable muy bien del coraje de una sociedad civil cuyo activismo más fogoso hoy quizá se reserve al youtuber andorrano, pero a cambio tenemos otras cosas. No somos gente violenta, por ejemplo, descontando los brotes hormonales de criaturas con tara, tradicionalmente niños de papá vasco o catalán.