
El nacionalismo es la inflamación patológica de una conciencia nacional herida, escribió Isaiah Berlin. No escribió que esa herida podía ser imaginaria, y no imaginó que además podía ser autoinfligida. Es el caso de Cataluña, empeñada en dañarse a sí misma en cada convocatoria electoral como esos adolescentes que presumen de muñecas lesionadas en Instagram. La enfermedad catalana es autoinmune, de tal manera que se defiende del dolor que ella misma se inflige multiplicando el número de agresiones, o de votos. El mecanismo fue observado con interés por el matasanos de Moncloa, que resolvió pronto el tratamiento: ibuprofeno según Borrell, vaselina según García-Page. Ahora la fístula del caganer separatista tiene el tamaño de un acueducto por donde se deshidrata el Estado. La última gota será el referéndum.