No vamos a cometer el error de tomarnos a broma las sentencias de don Manuel Castells porque don Manuel Castells ha declarado un patrimonio de cuatro millones de euros, y alguien con cuatro millones de euros no puede ser un bromista. A don Castells hay que tomárselo por tanto muy en serio, sobre todo cuando desaparece, porque eso significa que se ha retirado a producir una sentencia solemne que pronto bajará de su académico caletre y se abrirá paso por entre esos carrillos de hámster de biblioteca de Sociología.
Jorge Bustos (Madrid, 1982) matiza ese tópico tan sobado de que el nacionalismo se cura leyendo y viajando: «No basta con que deslices los ojos gustosamente por una página bien escrita o por una ciudad bien trazada: hace falta que eso que miras penetre en ti hasta alterarte». El jefe de Opinión de El Mundo acaba de publicar Asombro y desencanto(Libros del Asteroide, 2021), su primera obra «literaria pura», tal y como cuenta a LD, en la que se narran dos viajes: el uno, laboral, por La Mancha, motivado por el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte de El Quijote; el otro, por Francia, porque no la conocía y consideraba que «no se debe vivir» sin conocer al vecino de arriba. Despojado de prejuicios, con una prosa extraordinaria y fogonazos humorísticos divertidísimos, el autor nos traslada de Puerto Lápice a Versalles, contrapone, parafraseando a Madariaga, «hombres-castillo» y «hombres-cristal» y, sobre todo, refleja la evolución de su mirada: más inocente, más macarra y más festiva en «Honda en Castilla», más escéptica, más decepcionada y más escarmentada en «El día de gloria». Conversamos en una terraza, por Príncipe Pío, en la que hay arena de playa.
P: Señor Bustos, en esta época de escándalos incesantes, crecientes y esperpénticos, ¿el ser humano ha dejado de asombrarse?
R: Está cada vez más caro el asombro, sí. Además, hay una pose, sobre todo en redes sociales, donde es de buen tono no asombrarse de nada y parecer escéptico, resabiado, de vuelta de todo. En realidad, no porque la gente sea muy culta o experimentada, que no lo es, sino porque hay pánico a que ridiculicen tu ingenuidad o tu ignorancia en Twitter o en las otras redes sociales. Entonces, la gente cuida una cierta pose, se fotografía con una biblioteca detrás o arremete contra el primero que confiesa su ingenua admiración por una serie: «¡Pero si la vimos hace un año todos! ¿Cómo te atreves ahora…?». Al final, detrás de ese postureo de tío de vuelta de todo, seguramente, lo que hay detrás es una tremenda ignorancia, cuando no una profunda soledad. El asombro es una conquista, la condición del niño. Dice Chesterton que el niño es el poeta. Cada día descubre una parte del mundo y le pone un nombre. El niño, en el momento en que pone nombre a la cosa que ese día ha descubierto, la está creando. Esa es la actitud originaria de la literatura y de la poesía: nombrar las cosas por primera vez. O tratar el lenguaje de tal manera que el lector reciba una impresión sobre cosas que cree conocer totalmente novedosa, sorpresiva. En el libro, ese ejercicio está sobre todo en Francia. Francia es un país que es tan conocido que lo damos por supuesto. Quizá, descubrir Francia con 36 ó 37 años, en mi caso, era casi arriesgarse a esto, a parecer ridículo: «¿Cómo no se te ha ocurrido conocer Francia?». Quizá nuestra generación daba por supuesto que ese país maravilloso estaba ahí, y que antes se te ocurrían 12.000 destinos más exóticos o más sugerentes. Y ese es el juego literario del libro: presentarte en Francia como si la acabaras de descubrir. Es un ejercicio literario del que se beneficia también el estilo: asomarte a los acontecimientos como si fuera la primera vez. Así que el asombro es una condición del estilo: si consigues escribir desde el asombro, no desde el prejuicio, creo que acabas escribiendo mejor.
Cunde de nuevo la acusación de mercenario en nuestra política, lo que demuestra lo poco que la vamos distinguiendo del fútbol. Antes se decía que en la vida se puede cambiar de todo menos de camiseta y ahora los políticos se atacan por cambiar de chaqueta, que es como si los pasteleros se demandaran por glotonería. Que la democracia ha degenerado en partidocracia significa exactamente que a nadie le interesa el grado de ejecución del programa y que cualquiera se apasiona con la trazabilidad de una militancia, como si los partidos fueran hermandades rocieras. El público que asiste al espectáculo no le pregunta al actor tú qué propones, sino tú de quién eres. Y a partir de esa curiosidad puramente identitaria forma su juicio político, inevitablemente equivocado.
Todo cuanto cuenta Bustos está tocado por una realidad y un tiempo al que es sensible incluso contra su voluntad, porque termina abordando temas que tienen tanto de actualidad como de atavismo: la relación de España consigo misma y lo que la rodea, en todos los sentidos. Sobre estos temas, que incluyen la literatura y el periodismo, la política, la identidad y la historia, conversa Jorge Bustos en esta entrevista concedida a Vozpopuli.
Entre su visita a la Mancha y Francia transcurrieron cinco años. Sus narradores y puntos de vista son distintos en cada texto. ¿Son viajes enfrentados?
Más que un enfrentamiento hay una evolución. El lector percibirá una modulación en la voz, un cambio en la mirada. Cuando escribí el viaje manchego tenía 32 años, estaba recién llegado a El Mundo y quería emular a Azorín en los 400 años del Quijote, así que me lancé a la carretera con mi coche, mi blog de notas y mi cámara. Entonces tenía una mirada más ingenua y adanista. Entre los dos viajes hay cuatro años de diferencia, más el año de escritura. En ese tiempo llegué a la sección de Opinión, a lo que se sumó la pelea mediática cotidiana y mi mayor exposición en la radio y la televisión, además de los cambios en la realidad del país. Todo junto propició una mirada más cansada, pero también más conocedora de mis propias capacidades. Este es un libro de viaje interior, un recorrido espiritual propio. Creo que si el lector me acompaña hasta el final lo percibirá.
En junio de 2015, poco después de fichar por El Mundo, Jorge Bustos (Madrid, 1982) fue enviado a La Mancha para hacer un reportaje con motivo del cuarto centenario de la segunda parte del Quijote, siguiendo los pasos de Azorín, que hizo la misma ruta por los escenarios de la obra cervantina un siglo antes. En agosto de 2019 el periodista y escritor, ya jefe de Opinión del diario, emprendió otro viaje, esta vez a Francia y por placer o, más bien, reconoce Bustos, por una necesidad de dejar a un lado la absorbente actualidad para reconectar con la realidad, que son cosas bien distintas. Le empujaba la misma sed de cosas concretas de la que hablaba Josep Pla, que tomó el testigo de Azorín como patrón literario al que encomendarse antes de partir.
Los frutos literarios de ambos viajes conforman su quinto libro, Asombro y desencanto, que edita Libros del Asteroide. Es una obra llena de contrastes. Enfrentar a La Mancha con Francia inevitablemente da lugar a muchos de ellos: “del ardor mesetario a la templanza bretona, del corral de comedias a la ópera versallesca, del loco que se creyó Amadís al loco que se creyó Napoleón, del museo de quijotes de El Toboso a la feria de selfis del Louvre y del honrado valdepeñas al majestuoso burdeos”, por citar solo algunos de los que el propio Bustos enumera antes de dar paso a las crónicas de ambos viajes. Pero el contraste más importante se da entre los dos púgiles que dan título al libro: el asombro y el desencanto (“¿Cuál de los dos vencerá?”, se pregunta Andrés Trapiello en el prólogo), que también representan el antes y el después de un proceso de maduración del autor hacia el escepticismo. No obstante, Bustos lucha también, consigo mismo, para evitar que el primero sea devorado por el segundo.
Pregunta. ¿Están el asombro y el desencanto condenados a entenderse?
Respuesta. El asombro es una aspiración. Dice Chesterton que los niños descubren el mundo cada día y le ponen nombre, es esa actitud del poeta que se deja seducir por lo que va descubriendo. Luego vas creciendo y vas perdiendo esa mirada y vas dando por hechas las cosas, vas asumiendo prejuicios, te vas cargando de cosas heredadas que no son tuyas, que te han dicho que tienes que pensar. En ese sentido, este libro es en apariencia un viaje exterior, pero evidentemente es un viaje interior. Hay cuatro años de diferencia desde el viaje cervantino que hice recién llegado al periódico. Tenía 32 años y había cumplido mi sueño de llegar a un gran periódico, después de años de precariedad. En aquel viaje hay una mirada muy libresca pero muy inocente también, más pura. Cuatro años después el del viaje a Francia es otro Bustos, ya era jefe de opinión y ya había tenido algunos desengaños políticos. Mi mirada es más escéptica, pero también intenté rescatar aquella pulsión de asombro. Si el libro tiene algún mérito es ese: el intento de que convivan dos sensaciones contrapuestas, y que el desempeño de mi quehacer profesional lastra tremendamente. Todos los días de lunes a viernes estoy enfrentado a un grado de exposición mediática disparatado y se me pide que tome posición sobre la actualidad —no sobre la realidad— desde las 7:30 de la mañana hasta las 11 de la noche, en radio, prensa y televisión. Es una vida por la que habría matado hace años y soy consciente de que soy un privilegiado, estando como está el oficio, pero siento que estoy postergando una exploración más sincera conmigo mismo de la realidad y de mi vocación, porque yo soy periodista y me encanta el columnismo político, pero lo que quiero es forjar una carrera de escritor. Aunque este es mi quinto libro, siento que es el primero de una etapa nueva más literaria. Nunca he sido tan feliz como escribiendo este libro.
Asombro y desencanto, el quinto libro del periodista Jorge Bustos (Libros del Asteoride), suena a obra atemporal desde su título, desde su portada con una foto del Mont Saint-Michel virada al verde. El texto hilvana dos viajes en coche: uno de trabajo, por los pueblos que recorrió Quijote, y otro por Francia, desde la frontera vasca hasta Normandía. En principio, parece que los dos viajes son un juego de espejos que da nitidez a la imagen de España, un tema clásico del redactor jefe de Opinión de EL MUNDO. En el fondo, el texto es algo más íntimo. En la carretera, el narrador aprende a vivir más libremente, como en todos los libros de viajes.
Juan Benet escribió sobre una clase teórica en la mili. Un sargento les explicaba qué era la patria con muchas florituras. Acababa la clase y preguntaba. «¿Habéis entendido?». Respuesta de la tropa: «No». Y el sargento decía entonces: «Mirad, ¿a vosotros no os pasa que oís hablar en francés y os da muchísima rabia? Pues eso es la patria».
Para alguien como yo, viniendo de donde vengo, la relación con Francia no es natural, viene cargada de prejuicios. Ni mucho menos es la relación que tuvieron nuestros padres. En ciertos ambientes de educación conservadora, parece que la construcción de la identidad española se hace por oposición a Francia. Es una cosa estúpida pero aún funciona. Sólo hay que ver cuando Vox habla con desprecio de «los gabachos», y eso que el Frente Nacional les ayuda. Este libro va también de eso, del anhelo de confrontarme con mis prejuicios y mis complejos a través de una experiencia con la realidad francesa y con la española.
Los toros hay que defenderlos sobre todo si no te gustan. No es mi caso, porque a mí me gustan los toros, aunque entiendo de toros mucho menos de lo que me gustaría. Pero al menos sé que no sé de toros porque soy un ignorante, no porque una civilización superior me haya enviado desde el futuro a una España de carnívoros primarios para evangelizar a sus santas especies y salvar el condenado planeta.
Para empezar, al planeta le da exactamente lo mismo si sobre su superficie mugen poderosos victorinos recortando su cárdena estampa al sol de una dehesa o si toda la biodiversidad terrestre ha quedado reducida al gambeteo de las cucarachas bajo las piedras tiznadas por un holocausto nuclear. La bola cósmica donde azarosamente vivimos no tiene preferencias bioéticas ni sentimientos antropomorfos, y esta vieja evidencia debemos recordársela a todos los niños de 50 años de nuestros días: el planeta no necesita que lo salve ningún activista con los nervios destrozados por nueve décadas de animismo Disney. Los que necesitamos salvación, y de manera urgente, somos los homínidos de la especie sapiens sapiens. Y la mayor amenaza para nuestra supervivencia la representan otros sapiens sapiens que se han propuesto que este sea el siglo más gilipollas desde que bajamos de un árbol en África hace 300.000 años.
Uno entiende que Sánchez le parezca invencible a Sánchez, pero tras el defecto Illa y el efecto mariposa murciana uno no acaba de comprender que se lo siga pareciendo a los demás. Y entre los demás hay que incluir la pereza analítica del tertuliano, la avidez de fondos de la patronal y la desesperación terminal de Cs, cuyas maniobras de autolesión presuponen la aceptación de la inevitabilidad del sanchismo: «Seamos su muleta porque es el que manda y el que mandará». No, hombre. Es como si de tanto repetirlo para epatar a los cuñados medrosos el personal hubiera asumido que efectivamente hay Sánchez para una década. Cuando a la vista está la evidencia de que, con Iglesias fuera y Ayuso dentro, ha comenzado el principio de su final.
RT @VMondelo: Revelamos la orden de la Generalitat para endurecer la inmersión. En cinco años, el 80% de las conversaciones de los colegios… 7 hours ago