
Los toros hay que defenderlos sobre todo si no te gustan. No es mi caso, porque a mí me gustan los toros, aunque entiendo de toros mucho menos de lo que me gustaría. Pero al menos sé que no sé de toros porque soy un ignorante, no porque una civilización superior me haya enviado desde el futuro a una España de carnívoros primarios para evangelizar a sus santas especies y salvar el condenado planeta.
Para empezar, al planeta le da exactamente lo mismo si sobre su superficie mugen poderosos victorinos recortando su cárdena estampa al sol de una dehesa o si toda la biodiversidad terrestre ha quedado reducida al gambeteo de las cucarachas bajo las piedras tiznadas por un holocausto nuclear. La bola cósmica donde azarosamente vivimos no tiene preferencias bioéticas ni sentimientos antropomorfos, y esta vieja evidencia debemos recordársela a todos los niños de 50 años de nuestros días: el planeta no necesita que lo salve ningún activista con los nervios destrozados por nueve décadas de animismo Disney. Los que necesitamos salvación, y de manera urgente, somos los homínidos de la especie sapiens sapiens. Y la mayor amenaza para nuestra supervivencia la representan otros sapiens sapiens que se han propuesto que este sea el siglo más gilipollas desde que bajamos de un árbol en África hace 300.000 años.