
El rostro de Illa iba contrayéndose de amargura, el gesto exacto de una mujer maltratada, a medida que leía los furibundos mensajes de Sánchez en su móvil. Ocurrió en plena comparecencia en el Congreso. El tribunal madrileño había dejado en ridículo a Caligulín, afeándole los meses de televisión y vacaciones sin actualizar la legislación sanitaria, pero el culpable debía ser el ministro usado como ariete contra la aldea gala de Ayuso. Y Salvador, un buen hombre en el puesto equivocado, bajó la cabeza, se tragó la culpa y acató la orden de redoblar la ofensiva.
¿Por qué? Se comprende que Lastra y sus tuiteros con escaño se aferren al sanchismo, ¿pero qué lleva a gente con estudios –Calviño, Escrivá, el propio Illa- a compartir carrera con las mañas despóticas de un plagiario hortera que no vale ni para leer el teleprónter, por no hablar de la obediencia jerárquica a un fan del castrismo al borde de la imputación? ¿Por qué Campo o Marlaska participan abducidos en la degradación de su antiguo prestigio? ¿Merece la pena figurar para los restos en la orla del equipo que destruyó España para una década? Yo el chantaje lo puedo entender, una pistola en la sien, el secuestro de tus hijas; pero el éxito intimidatorio de los acomplejados que se transforman en maltratadores no me cabe en la cabeza.