
Un político valiente.
No era el más erudito ni el más piadoso, pero era un político valiente. Le gustaba nadar y debatir, y se aferró a ambas destrezas cuando, veinteañero, le encomendaron el liderazgo de la rebelión entonces testimonial contra la hegemonía pujolista. Siempre a contracorriente. Se encaró el primero con el padrino de Cataluña y sus innumerables hijos, del acomplejado Montilla al demencial Puigdemont pasando por el sibilino Mas. Empezó a ganar votos hace 13 años y en el instante en que dejó de hacerlo, el domingo pasado, abandonó cargo y escaño para devolverles a los suyos el tiempo que la política les robó. «Quiero seguir siendo feliz. Permitidme que siga mi camino».
La política española no es un lugar donde hoy se pueda ser feliz; solo en el necio vomitorio de la red social, allí donde babean su espeso resentimiento todos los caínes sin sexo ni fortuna, se puede creer que compense su ejercicio. Entre todos hemos conseguido que así sea. Pero hubo unos años, entre el 15-M y la moción de censura, en que una generación de españoles contrajo un vínculo con una idea al fin ilusionante de la representación pública. Rivera bajó desde Cataluña y llegó hasta Cádiz, desplegando un discurso antiguo pero nuevo -eso será siempre el liberalismo en España- que hizo decir a muchos: «Por fin voto para saber que existo». Una desaforada voluntad de hombre de acción le llevaba a fundar estrategias sobre expectativas aún no creadas, y ese ha sido su error como también su acierto: un líder origina su propio espacio, no espera a heredarlo. Su carácter era imposible porque estaba forjado bajo un fuego que nunca se apaga: la quemazón de criarse odiado por vecinos racistas y no tolerarlo. Su misión no consistía en la simpatía mendicante de los icetas sino en el coraje borde de ser libre, por el que ha de pagarse un alto precio.