
Burgués.
¿Y si Pablo Iglesias hubiera dejado realmente de ser chavista? Es más. ¿Y si hubiera dejado de serlo hace mucho, antes incluso de que la paternidad doble y la propiedad inmobiliaria precipitasen su ingreso en la madurez vital? ¿Y si la reivindicación del patriotismo liberal de Torrijos con que Errejón nos sorprendió en Twitter respondiera a una curiosidad cierta por tradiciones ideológicas ajenas y a una revisión resignada de los prejuicios propios? Deberíamos estar abiertos a la posibilidad de que el populismo se cure, porque se cura.
Ya sé que imputar sinceridad a consumados intérpretes de teatro político comporta un riesgo supremo para el honor de todo buen español, que tolera cualquier cosa menos que le tomen por ingenuo. De mí no se ríe ni mi padre: esta es la frase más idiosincrásica que se pronuncia en España desde tiempos de Calderón. Pero el orgullo es el báculo de la ceguera: le permite a uno sentirse más listo que el resto mientras permanece en la densa, confortable oscuridad. Y sigue ciego su camino, que diría nuestro Holbach. Cuando el Iglesias senatorial -el que recibe los escraches- manifestó que ya no se reconoce en las opiniones del Iglesias venezolano -el que los ejecutaba-, la reacción en el entorno conservador fue de general escepticismo. Y es lógico, no ya por el crédito en la impostura de que goza el personaje sino porque lo propio de la mente conservadora es el rechazo a los cambios que desafíen la comodidad de sus implacables taxonomías. Iglesias es comunista y siempre lo será, y si apostata de su fe bolivariana tan solo está posando para la cámara demoscópica por el descalabro andaluz.
El término escatológico de la revolución 15-m ( inventada, dicen, para corresponder a las senilidades inanes de un gabacho bavard) es un chalet en la sierra para el que sobran los adjetivos. Qué belle époque son nuestros políticos.