
Tarradellas y Suárez.
Resulta descriptible mi entusiasmo por el redondismo, pero debo rendirme a don Iván si suya ha sido la idea de rebautizar El Prat con el nombre de Josep Tarradellas. Estamos ante un nuevo brote cuántico de sanchismo, un nuevo desafío metafísico al principio de no contradicción por el cual el Sánchez real, el que firma la calculada omisión de la Constitución con sus agresores, se opone al Sánchez simbólico: el que adjudica al aeropuerto de Barcelona la identidad del enemigo encarnizado de Jordi Pujol.
Tarradellas fue el primero en denunciar la «dictadura blanca» de aquel milhombres corrupto -«iguana epiléptica» le llamó Federico, orfebre del denuesto, en una de las cumbres de su repertorio- de cuyos hispanófobos legatarios depende hoy el Gobierno de España. He aquí otro hito de la bipolaridad sanchista: reivindica con gesto solemne a un patriarca de la Transición mientras dinamita su obra por la vía clamorosa de los hechos. Tarradellas fue leal a Suárez, y de esa lealtad nació el Estatuto de Cataluña. Pero pronto llegaría Pujol, procedente de Andorra, y sus coletazos de iguana descargaron durante años sobre las bases de aquel pacto de caballeros, hasta que no han quedado en pie más que un Torra y un Sánchez midiéndose mano a mano la profundidad de sus traiciones respectivas.