
Oscuro objeto de deseo del conspirador.
Sirve el latín no solo para que a los oriundos de Cabra los llamen egabrenses, sino también para cincelar el sentido de la civilización en un puñado de eufónicas palabras: Legum servi sumus ut liberi esse possimus. En castellano no suenan tan bien, pero proclaman la misma verdad: «Somos esclavos de la ley para poder ser libres». La paradoja formulada por Cicerón hace 21 siglos ha guiado a todos los pueblos que quisieron ser libres y adivinaron la única manera de conseguirlo: ser al mismo tiempo iguales ante la ley.
A menudo enfrentamos la libertad a la igualdad para diferenciar el ideal propio de la derecha de la vocación por la que lucharía la izquierda. Pero esta dicotomía no deja de ser una trampa pedagógica tendida por nuestra mente binaria, porque la igualdad no es otra cosa que la igual libertad entre ciudadanos. Al final todos luchamos por la libertad, por igualarnos en autonomía, para que la libertad de partida que asiste al pobre se parezca lo más posible a la que disfruta el rico, sin someter la de ninguno por el camino ni impugnar la disparidad de resultados que necesariamente se sigue del ejercicio del albedrío y el capricho de la genética. Esa doble condición inseparable, la de ser libres e iguales como españoles, es la que consagra la Constitución de 1978.
Me pregunto qué otra nación habrá tan empecinada con temas legales como la nuestra. Por los ochenta dí en ojear el Cambio 16 -ninguna crítica literaria, algo impensable en el Spectator, Le Nouvelle Observateur, etc etc- y, aparte de las amables (que no es a lo que uno iba, pero en fin, se agradecen) cavatinas de Márquez Reviriego había artículo tras artículo de Peces Barba, Herrero de Miñon e tutti quanti, que insistían con ferocidad en desengañar al votante. Yo no soy eso, un votante: no lo era en sentido literal por entonces y apenas en sentido pragmático ahora. Me etiolan esos -estos- artículos que insisten en que te exfoliaran, te exfoliaran hasta el fin.