
Europa.
Decimos que la política se ha contagiado de la lógica del mercado porque los partidos compiten por el reconocimiento expresado en votos como las empresas pugnan por diferenciarse de la competencia para atraer al consumidor. Por eso hablamos de marca electoral, de oferta programática, de capital político, de comprar un argumento: lenguaje mercantil que metaforiza con precisión el funcionamiento de la lucha por el poder en las democracias representativas. La liquidez es a una empresa lo que la representación a un partido.
La alegoría comercial se ajusta tanto a la lucha partidista que corremos el peligro de sobrevalorar el factor diferencial en nuestros líderes. Un buen líder sería solo aquel que expresa a todas horas una identidad fija, reconocible para su electorado, considerado una masa compacta e inmóvil. Y en circunstancias normales, diferenciarse funciona. Pero en Cataluña hace tiempo que la anormalidad es la norma, como lo es en otros lugares de Europa que reaccionan con miedo a la intemperie global replegándose en el narcisismo de la pequeña diferencia. Por eso, si Manuel Valls tiene una oportunidad de ganar en Barcelona no será gracias a un perfil definido, restringido a unas siglas familiares, sino en virtud de una plataforma abierta al deseo común de igualdad y libertad que pueden compartir socialistas constitucionales, liberales progresistas y conservadores ilustrados. Se entabla entonces una alianza virtuosa que aspira a vencer por inclusión, no a excluir por identidad.