El país del que no se vuelve

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Gaby es nombre de payaso.

Todos los septiembres, en la vuelta al cole, cada niño acostumbra a traer a clase una rutilante adquisición con la que fardar: un forro fluorescente, un boli bicolor, unas Nike con cámara de aire. Gaby Rufián trajo una impresora. Sí: la secesión ya es una manualidad infantil. El problema es que la impresora, como me apuntó el diputado Jordi Roca -uno de los Otros Catalanes-, es propiedad del Reino de España, porque Gaby la había cogido del despacho. La metáfora es elocuente: incluso los materiales que usa el separatismo pertenecen a todos los españoles, empezando por el material genético. Se lo explicaba con escandalosa sencillez Pla a Soler Serrano: «El catalán es alguien que se ha pasado toda la vida siendo un español al cien por cien y le han dicho que tiene que ser otra cosa».

Lo que necesitaría el castizo Rufián, además de sentido de la vergüenza, es una impresora en 3D para imprimir su propio Estado cómodamente en casa, que en la Europa del siglo XXI será la única manera de independizarse. «¡Dejen de hacer el ridículo!», exclamaba Rufián a la bancada del Gobierno con la impresora en la mano, en un ejercicio asombroso de autoproyección. Sáenz de Santamaría no iba a desaprovechar semejante oportunidad. Abusó, por decirlo en jerga escolar: «Esta democracia que tanto le asfixia le permite hasta sus teatrillos y sus antologías de tuits semanales, mientras lo que vimos en el Parlament fue un ejercicio de tiranía que nadie puede defender». Claro que la eficacia de la pedagogía al final depende de las entendederas del niño.

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14 septiembre, 2017 · 9:32

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