
Candidato español y Lagarde en plena rueda de prensa.
AL FINAL del libro de Ignatieff que me regaló don Mariano, el fracasado político canadiense que tanto había criticado el partidismo desde el burladero académico confiesa haber aprendido, tras desangrarse en la arena, que el partidismo es necesario. Lo que el votante ilustrado considera sectarismo, juramento de fratría, lealtad siciliana, teatro cainita más o menos sobreactuado resulta que es fundamental para articular la democracia representativa, pues la alternativa es el partido único: el totalitarismo.
Ninguno de los tres primeros partidos ha pensado en otra cosa durante los últimos 50 días que en la supervivencia de su sigla o la mejora de su expectativa electoral, y si excluyo a C’s de ese trío de la bencina y su política de tierra quemada es solo porque la originalidad naranja consiste precisamente en que su interés particular -exhibir músculo negociador- coincide con el general en una coyuntura de bloqueo. Rivera es el único líder que gana cuando cede (acordar es ceder) porque está libre de hipotecas periféricas, de baronías vigilantes y de mochilas corruptas. Pero vengo a decir que el egoísmo partidista es tan natural en política como el instinto monopolístico en la empresa o el hambre de exclusiva en el periodismo. Un periodista cabal no regala una primicia a la competencia aunque sepa que la va a contar mejor, igual que ningún Rajoy se abstiene en favor de un Sánchez aunque sepa que concita más apoyos. Los periódicos ambicionamos monopolizar la noticia como los partidos el BOE: se trata de que el bien común conecte de vez en cuando una medida inteligente con un respaldo amplio y una cobertura responsable.