
La opinión pública y el florentinismo, tras el derbi.
No se puede acusar al Real Madrid de faltar a su representación del momento nacional. El equipo está como el país, duerme siestas largas de las que la ciudadanía despierta bruscamente para entregarse al vértigo derogatorio: que se vayan los que están, que quien venga es lo de menos. Eso ya lo hemos vivido, como diría el renacido Di Caprio.
El derbi escenificó el choque entre un equipo que no quería jugar y otro que no podía. Empezó el Madrid con la empanada de las sobremesas heroicas, ofreciendo una sucesión de pérdidas y bostezos, fútbol menopáusico, solidariamente correspondido en el error por los chicos de Simeone: gran coalición de la cagada. Pero al Atlético no se le exige construir, y aunque su idea numantina la plasmó a la perfección, y eso requiere esfuerzo, alguien tiene que decir que destruir siempre es más fácil y menos valioso. Un coñazo gordo que se vuelve estrategia fina en las voces oportunas de los carroñeros de guardia. A lo del Atleti ni siquiera se le puede llamar el autobús, porque los autobuses como mínimo tienen dos entradas y el Madrid no encontró ninguna, más allá de los cabezazos suspensorios de Cristiano y unos pocos remates de juanete. Con decir que Danilo fue el mejor atacante blanco se dicen muchas cosas, todas melancólicas.