Es común que el columnista español abuse del carácter nacional para apuntalar la columna. Le pasa al columnista como le pasa al tuitero del montón, porque la pereza mental no respeta a nadie. Pocos tópicos tan españoles como este de descubrir españoladas genuinas en cada noticia que admita una lectura costumbrista. Pocos paletos tan acabados como el papanatas que pone los ojos como bolitas de alcanfor ante el primer exotismo y cada dos horas estalla de superioridad moral en Twitter: «¡País de pandereta!» Al odiador de panderetas yo de hecho lo vendería en las tiendas de souvenirs de la Plaza Mayor junto con la flamenca y el torero: con su barbita hipster y su tarjetita FNAC asomándole del bolsillo vaquero.
El beato del carácter nacional levita ante la desidia sureña, la envidia atávica, la propensión inquisitorial al chisme: como si no hubiera noruegos chismosos, o como si los ingleses no se abonaran a la siesta en cuanto la descubren. Ahora bien. Hay mañanas en que el tópico parece confluir con el hecho. Se produce una crecida espectacular del Ebro y puntualmente acude España a ocupar su lugar (común) con Caín: murcianos quejándose de que unos tanto y otros tan poco; maños respondiendo que allí tampoco sobra, que en invierno se puede cruzar el Ebro a pie a la altura de El Pilar. Es la circularidad argumental que emocionó no a Spielberg, sino a Machado.