
Con escrúpulos.
Empieza a cundir la idea de que Casado es demasiado decente para llegar a La Moncloa. No está dotado para el cinismo, dicen, en grado remotamente comparable al de su adversario, contra quien los escrúpulos morales, lejos de ser una ventaja apreciada por el electorado, suponen una rémora imperdonable: contra alguien como Sánchez el propietario de una conciencia salta al ring con una mano atada a la espalda. Y al final los aplausos son solo para el ganador, no importa la forma de imponerse. La mayor victoria del sanchismo es la subversión ética: ya no solo se señala la integridad como una antigualla estúpida y castrante sino que así lo reconoce por igual el votante del PSOE con una sonrisa de triunfo y el del PP con una mueca de resignación. Los años que Sánchez aguante en el cargo habrán servido para instalar entre nosotros la afición a un maquiavelismo hortera, la degradante celebración de la desfachatez si sirve a la conservación del poder. Los principios son cosa de pardillos, de perdedores: el pueblo adora al villano que lo somete sin mostrar debilidad. Si el símil futbolístico es tolerable, la política española ha pasado de alabar el toque limpio y vulnerable de Valerón a premiar la marrullería subterránea y destructiva de Javi Navarro.