
Sororicidio.
Supongo que habrá que esperar sentado a que Adriana Lastra o Irene Montero o incluso Lidia Falcón se graben un vídeo elogiando alguna cosa de Inés Arrimadas, Cayetana Álvarez de Toledo o Rocío Monasterio. La gran virtud del vídeo del PP es que aplica por primera vez la sororidad, la fraternidad femenina por encima de ideologías, al pestífero lamedal (Valle-Inclán) de dos orillas que es la política española. Pero la izquierda no hará ese vídeo jamás. No puede permitirse empatizar con el adversario porque en ese instante perdería su bien más preciado: el sentimiento de superioridad moral. Sin esa superstición propiciatoria correría el peligro de empezar a ser valorada exclusivamente por sus méritos, tales como la aptitud jurídica para redactar reformas del código penal.
Feminismo, distopía y ciencia ficción política. Había una vez un mundo, el mundo occidental, en el que algunas personas (principalmente mujeres a las que luego se unieron algunos hombres) pensaron que sus derechos no estaban suficientemente reconocidos en comparación con los derechos masculinos. De modo que lucharon para conseguir esos derechos a lo largo de los años. Fue un proceso lento y doloroso, pero al final se llegó a un punto de equilibrio. En ese punto, las principales directoras en ese momento de este movimiento volvieron a pensar y llegaron a la conclusión de que todavía quedaban muchos derechos por conseguir, y como conquistar cada uno de esos derechos implicaba inevitablemente la necesidad de robar cada uno de ellos a los hombres, decidieron seguir por ese camino. Curiosamente, este robo contaba con la complicidad de sus aliados masculinos, que en ese tiempo eran muchos más que al principio. No se podía entender esta situación a no ser que se comprendiera que esos hombres actuaban de ese modo con el afán de disfrutar de los privilegios y la capacidad de manipulación que otorgan las posiciones de poder o su proximidad a ellas. Aunque también existían muchas mujeres a las que todo esto no les parecía bien, esto siguió así durante un tiempo, mientras los demás hombres sufrían la injusticia en su familia, en su trabajo, en sus relaciones sexuales… Ahora eran ellos, los varones normales y corrientes, los que protagonizaban esa discriminación que habían sufrido sus compañeras a lo largo del tiempo. Pero llegó un momento en el que algunos de esos hombres no pudieron aguantar más. Surgieron en ellos la capacidad de liderazgo y la agresividad genéticamente masculinas que tanto habían intentado hacer desaparecer a lo largo de los años desde el poder. Formaron un movimiento político en el que los hombres eran lo primero. Era el partido “machista”, y esta denominación era lucida con orgullo. No querían llegar a compromisos ni al antiguo punto de equilibrio. Deseaban volver a los tiempos en los que no existía la lucha feminista. Manifestaban tener muy fresco el recuerdo de las injusticias padecidas. Al final ganaron, y curiosamente también con la ayuda de esas otras mujeres que no estaban contentas con la situación a la que se había llegado. Quizás su apoyo se debía a la aspiración por llegar a una cierta normalidad, o con el afán de disfrutar de los privilegios y la capacidad de manipulación que otorgan las posiciones de poder o su proximidad a ellas. Hubo una guerra, y al final las víctimas más numerosas (con excepción de los muertos y los heridos) fueron aquellas personas que se habían encontrado cómodas en el punto de equilibrio. Aquellas mujeres que habían llegado a mirar a los hombres como sus iguales, y aquellos hombres que creían que la mujer era un ser humano igual que ellos.