
Fascismo morado.
Por qué nos odian tanto, me preguntó una militante de Cs con la cara surcada de lágrimas y hedor a pis encostrado en el pelo tras el último Orgullo. Ensayé para calmarla unas nociones sobre cainismo histórico, el convergente rencor de dos Españas que se ensaña con quien se interpone en la orgía del antagonismo. Diserté sobre la territorialidad del animal de partido, que no tolera la competencia de un espécimen anfibio, capaz de nutrirse del liberalismo económico en el coto diestro y del progresismo social en la finca zurda. Conjeturé que el éxito del centro jacobino amenazaría el más turbio y pingüe negocio del 78: el cambalache de PP y PSOE con el nacionalismo centrífugo. Recurrí, en fin, a la disonancia cognitiva, que complica las confortables categorías de lo español con que nos manejamos sintéticamente por el mundo, en plan rojos y fachas. Acopiaba así razones para explicar esa agresividad pavloviana que a izquierda y derecha aún desata un Cs menguado, pero mis palabras no lograban modificar su gesto de dolorida incomprensión, de víctima que no puede entender por qué lo es.