
«Si me necesitas ya sabes».
Si una diputada parecida a Jane Austen se dispone a presidir el pleno, será fácil que todo lo que ocurra después resulte escandaloso. Pero si es el mismo Valle-Inclán el encargado de abrir la sesión constitutiva de las Cortes, ya nada de lo que venga luego debería sorprendernos. Con este magistral manejo de las expectativas -a la baja- arrancó la XIII Legislatura en un Parlamento feo, poco católico y demasiado sentimental. Y sin embargo Agustín Zamarrón, nombre del diputado socialista identificado con el padre del esperpento así en la barba como en el verbo, fue el parlamentario más exquisito de la mañana. Un caballero de otro tiempo que instaba a sus señorías a «dejar expedito el pasillo» en evitación de colas tan largas como «las del pan en época de carestía», y deliciosas apelaciones por el estilo. Nos quitamos el cráneo ante un diputado capaz de declarar que «se hiere al pueblo cuando se habla con simpleza».
El problema del pueblo es que ya no existe. Ahora hay tribus en liza, y lo que hiere a una tribu reconforta a otra. Lo expresó bien Meritxell Batet en su discurso inaugural: «Somos del pueblo, no somos el pueblo». Pero su voluntarioso llamamiento a la tolerancia vino precedido de una permisividad culpable ante el grotesco espectáculo de unas fórmulas de acatamiento humillantes para cualquier español que aprecie su democracia, contestadas con las pataletas patrioteras de los voxeros -un 155 acústico-, estratégicamente colocados en la chepa de Pedro Sánchez. Uno mira ese hemiciclo tomado por carlistas de todos los partidos, incluido el de Pisarello, que ya no sé cuál es, y no está seguro de que contenga más creyentes en el 78 que ateos o escépticos. Con esa yunta de bueyes y jabalíes mal puede arar recto la presidenta Batet. Más le vale olvidar los tacticismos electorales y suspender ya a los diputados presos o nunca empezará a revestirse de la mínima autoridad que pide el cargo. Que se fije en Marchena.