
Ruth Beitia, atleta española.
Mi tío, que es golfista y propende al lenguaje sentencioso, ha desarrollado una teoría del centímetro cuyo alcance extiende a todos los ámbitos de la vida. Uno nace bien o mal por un centímetro. Uno accede o no a la carrera que desea por centímetros de nota de corte. Uno se enamora por centímetros de distancia, una se desenamora porque el centímetro importa. El éxito en determinadas fiestas depende de unos centímetros de cuenta corriente. Y podríamos seguir.
Mi tío ya pensaba así antes de que Woody Allen rodase la escena final de Match Point, cuyo mismo título avala la teoría del centímetro. «Un centímetro lo es todo», resume Ruth Beitia, que comparte desde luego este centimetrismo existencial. Por estirarse hasta superar el centímetro que marca la gloria o el fracaso, Beitia ha hecho cosas atroces a lo largo de 27 años de una carrera fundida en oro, plata y bronce. Se levanta dolorida cada mañana sin saber por qué, y es porque lleva 27 años ahormando su cuerpo a las exigencias de la alta competición. Solo que Beitia, a diferencia de los atletas cuya excelencia fue puramente mecánica, ha trabajado al mismo tiempo esa horma de la conciencia que se llama compromiso. Por eso se metió en política sin esperar a retirarse primero, arriesgándose a diezmar las adhesiones de la afición en un país ideológicamente binario, donde la fidelidad expresa a unas siglas granjea el odio automático de los abanderados opuestos. De ahí el ahínco que ponen los cobardes en separar la política del deporte.