
No parece el Anticristo.
Entre los católicos españoles más ortodoxos corre un malicioso chascarrillo según el cual ya no urge rezar por la conversión de Rusia y las intenciones del Papa, como fue costumbre durante el siglo XX, sino por las intenciones de Putin y la conversión del Papa. Un pellizco de humor de sacristía por lo demás revelador de la inversión categorial con que va desenvolviéndose el siglo XXI. Hoy tenemos una China aperturista, unos EEUU en trance de aislamiento, una Rusia que llama a la cruzada y un Vaticano de izquierdas. El personal anda despistado, claro.
Pero a despecho de tanta atribución política como pesa sobre él, quizá este Papa -qué decepción- no sea más que un cristiano común, y un hombre más común todavía pese a su credencial divina por cuanto nada es tan humano como la contradicción. Hay varias en la entrevista de Bergoglio. Condena el liberalismo pero acepta que los intermediarios comerciales se ganen la vida con las comisiones propias de su oficio. Abusa del calor retórico de La Gente, pero rechaza la premisa fundamental con que opera el populismo: frente al conflicto abstracto entre pueblo y élite, Bergoglio prescribe diálogo y concreción, y además no ve la tele, que es el primer mandamiento de las tablas populistas. Es depositario de un mensaje secular de salvación, pero alerta contra los salvapatrias que florecen en las crisis. Y la contradicción mayor: es argentino pero hace autocrítica.