
Caricatura de Ricardo.
Algún desván de Vallecas guarda el retrato del hombre que será Pablo Iglesias dentro de muchos años, cuando -como le advirtió Zapatero– la democracia le haya cambiado más de lo que él haya podido cambiar la democracia. Bastante más. Lo único que espera Iglesias para entonces es que, al descorrer el velo que protege el lienzo de miradas inocentes, no aparezca la imagen bronceada y próspera de Felipe González. Ese «decrépito moral», en palabras del propio aspirante a líder hegemónico de la izquierda española. Un Dorian Gray cuyo carisma de luchador por el cambio, piensa Iglesias, ha quedado desfigurado en el mareo suntuoso de las puertas giratorias.
Y sin embargo los analistas, en su previsible ejercicio de analogía, no se cansan de señalar las semejanzas que Albert Rivera pretende con Suárez y que Pablo Iglesias guarda con Felipe. A quien sus padres votaron con el entusiasmo del 82: el mismo que desmiente que le bautizaran por casualidad con el nombre del fundador del PSOE, ya que el apellido lo tenía. La historia es tan recurrente como los lemas electorales, y el líder de Podemos no sólo desea abanderar el cambio en España, sino que cambia él mismo por el camino. De blandir el mazo con que hacer saltar el «candado de la Constitución» a pedir un retorno al «espíritu de la Transición»; de la Unión de Juventudes Comunistas de España, donde entró con 14 años,a la socialdemocracia fetén que ahora reivindica ante empresarios en Sitges, tras la imposible defensa del desastre bolivariano; de los escraches que cimentaron su predicamento en la izquierda callejera al cuero brillante del escaño que ocupó tras el 20-D; de la ruptura a la reforma; del asalto al timbre. De Juego de Tronos a Borgen (o Ikea). Y sobre todo: de echar pestes contra los viejos camaradas de las banderas rojas a fagocitarlos a besos para alumbrar el sorpasso al PSOE bajo la santa bendición del patriarca Anguita. Mutaciones meteóricas que va registrando el cuadro simbólico del desván vallecano.