
Pinta de muerto tiene, pero no hay que confiarse.
El día menos pensado se muere Franco y vamos a tener una desgracia. Convendría que este país se fuera preparando para el hecho simbólico -del biológico se cumplen hoy 40 años ya- de su desaparición, porque hasta ahora no hemos sabido conducirnos sin invocar cada día su vivificante recuerdo. Hay que reconocer que Franco legó muchas instituciones duraderas -los pantanos, el CSIC, la ‘Complu’, la seguridad social, la paga extra- pero la más consistente de todas ellas ha sido sin duda el antifranquismo. A los que nacimos con Felipe en La Moncloa nunca dejará de sorprendernos la falta de puntualidad de los antifranquistas, que proliferaron mayormente a partir de 1975. Cuando ya su misión se la había madrugado la madre naturaleza.
El físico de Franco ocupaba más bien poco espacio, pero su nombre goza de una lustrosa sobrerrepresentación. Los patios de los colegios de los noventa todavía se dividían entre rojos y fachas, y a poca tele que se vea en sus casas sospecho que los niños de ahora continúan blandiendo la misma pasión taxonómica, pues los viejos hábitos tardan en morir, cantaba Jagger, y en España tardan más. Celta o ibero, cristiano viejo o judaizante, culé o vikingo: nuestra idiosincrasia se antoja fatalmente binaria, y que no venga nadie con sutilezas centristas. Por eso quizá el discurso contra azules y rojos de Rivera le llega demasiado pronto a nuestro entrañable electorado.