Archivo diario: 26 diciembre, 2014

La rana hervida. Informe sobre la muerte y resurrección del periodismo

[Con mi agradecimiento a Arcadi Espada, a quien debo casi toda la bibliografía manejada en estos párrafos, y a Verónica Puertollano, que la tradujo].

Katherine Graham, Bernstein, Woodward, Bradlee y otros disfrutones del viejo periodismo.

Katherine Graham, Bernstein, Woodward, Bradlee y otros disfrutones del viejo periodismo.

Amigos, no es solo Ben Bradlee quien se muere. Digamos de una vez que la fiesta ha terminado.

Aunque veáis periodismo por todas partes, el periodismo en realidad está muerto. Lo que os llega a través del espacio es el brillo de una estrella que explotó hace algún tiempo, repartiendo su compacto y hermoso cuerpo mineral en millones de aerolitos cibernéticos que ya van cubriendo el sol y enfriando los cerebros. Nadie ha datado con precisión el gran estallido, pero podemos conjeturar algunas fechas.

En 1992, el director ejecutivo del Washington Post, un lucidísimo Robert Kaiser, viajó a Japón para reunirse con un sanedrín de gurús tecnológicos que le presentaron el concepto de ordenador personal y de red telemática, asegurándole que la interacción de ambos inventos cambiaría para siempre el periodismo. El mérito de Kaiser, excepcional en una industria que una década después aún se embolsaba un 30% de margen por el periódico de papel, fue creérselo y escribir un célebre memorándum de dos mil setecientas palabras en que enunció la conocida analogía de la rana:

Pones una rana en una olla de agua y la temperatura sube lentamente hasta que la olla hierve, pero la rana no saltará jamás. Su sistema nervioso no puede detectar los cambios leves de temperatura. El Post no es una olla de agua, y nosotros somos más inteligentes que la rana media. Pero nos vemos nadando en un mar electrónico donde podríamos acabar siendo devorados —o ignorados— como un innecesario anacronismo. Nuestro objetivo, naturalmente, es evitar hervirnos mientras prosigue la revolución electrónica.

Hoy la industria periodística es una charca de ranas nostálgicas que croan sus últimos estertores. Lo dramático no es la subida de la temperatura del agua, de la que estaban avisadas, sino que tampoco se salvarán saltando a tierra porque el termómetro en tierra tiende a cero: las condiciones (económicas) de vida anfibia en papel como en internet se recrudecen por igual. Se mire como se mire, la rana periodística está jodida. Quien le tenga asco a los batracios, aun metafóricos, puede pensar en un hámster: el roedor espídico que sigue corriendo en su mugrienta rueda para generar la mitad de contenidos con el doble de esfuerzo, con el triple de esfuerzo, con el cuádruple de esfuerzo, hasta entregar su alma generosa en el altar de una obsolescencia programada. Esa rueda equivale actualmente a las redacciones de los grandes diarios que aún siguen editándose, cada año con menor tirada, en inexorable proceso de consunción.

Años importantes para el agrietamiento de nuestra estrella fueron los del nacimiento de Google (1996), de Facebook (2004), de YouTube (2005) y de Twitter (2006). Cada uno de estos diabólicos hijos de su tiempo ahondaron en la subversión del principio por el que se había regido la institución periodística desde aquellas hojas venecianas del 1600: el carácter lineal, jerárquico y monopolístico de la producción de noticias y la pasividad del público. Podemos añadir a la serie histórica el 1929, momento en que se publicó La rebelión de las masas de Ortega; en todo caso, no ver que la crisis sistémica que va a terminar con el periodismo como institución civilizatoria responde al último coletazo del ideal romántico de emancipación, de ruptura con las nociones clásicas de autoridad y conocimiento, es desconocer la órbita exacta que hoy describe nuestro mundo.

Pero quizá la fecha más terrible, cuyo impacto aún está por determinar, es la de 2010, año en que por primera vez un robot llamado Suzette logró superar el test de Turing. Alan Turing, teórico de la inteligencia artificial (IA), estaba obsesionado con la lucha del hombre contra la máquina, pero no para dejar bien sentada la superioridad del primero sobre la segunda sino para buscar las tablas, o incluso la victoria de Terminator. Un juez aislado de la sala en la que se miden hombre y robot les dirige una serie de preguntas y debe distinguir por sus respuestas cuál de las dos inteligencias es artificial. En 2010, fecha fundacional en una era futura de dominación mecánica, el juez confundió al robot con el hombre. Las empresas periodísticas, con ese instinto tan suyo para el delicioso suicidio en grupo, corrieron a investigar las aplicaciones de la IA —como si no bastara el minucioso proceso de jibarización educativa de los universitarios— y hoy ya se están desarrollando algoritmos capaces de ensamblar información en fracciones de segundo y de producir relatos de los acontecimientos que han superado el test de Turing (indistinguibles de un teletipo convencional) sin la intervención de un periodista. Estremecedor, querido becario.

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