Archivo diario: 16 julio, 2013

Una historia de la literatura para estómagos agradecidos

Famoso entre los griegos era el lujo con que vivían los habitantes de Síbaris, colonia aquea fundada al sur de Italia en el 721 a. C. que prosperó hasta extremos fabulosos gracias a la feracidad de sus campos y a la neurálgica ubicación de su puerto comercial en el Mediterráneo. Famoso fue el gobernador de Síbaris que prohibió los gallos para preservar el despertar natural de sus habitantes, y desterró a herreros y carpinteros porque el ruido de su oficio trastornaba el descanso popular. Famosa se hizo la leyenda de un sibarita que dormía en un lecho de pétalos de rosa y sin embargo un día se quejó a un forastero de que no había podido pegar ojo porque uno de los pétalos estaba doblado. Era fama que una red de canales transportaba el vino directamente del campo al centro urbano de Síbaris, para que sus avecindados pudieran embriagarse abrevando en las fuentes públicas. Y famoso fue el final de Síbaris, cuyos guerreros presumían de que sus caballos bailaban al son de la música; cuando entraron en guerra con la vecina Crotona, los crotonenses contrataron a músicos que en el fragor de la batalla empezaron a tocar sus instrumentos, poniendo a bailar a los caballos de los sibaritas, causando el desconcierto general –la lírica batiendo a la épica– y rindiendo la prodigiosa ciudad a sus enemigos, que la redujeron bárbaramente a cenizas, seguramente por envidia. Como siempre sucede en el mito griego, la soberbia acaba dictando la condena del héroe.

No estaban tan locos estos romanos.

No estaban tan locos estos romanos.

Nuestro tiempo no globaliza el lujo con la misma uniformidad que la miseria. Lo más parecido a Síbaris que tenemos hoy son los paraísos fiscales, que están restringidos a unos pocos sibaritas por herencia, pelotazo o maletín traspapelado. El sibaritismo se antoja una verdadera provocación en esta hora de socialdemocracia moral y liberalismo exclusivo, y desde luego se antoja un pecado bíblico para esa clase menestral de la intelectualidad que forman los buenos escritores. Los buenos escritores suelen ser sibaritas encerrados en el cuerpo de un pobre; de ahí el resentimiento que profesan a los grandes potentados de la sociedad, que suelen ser pobres recubiertos de sibaritismo deslumbrante. El buen escritor se encuentra entonces ante la disyuntiva del rencor o la imitación voluntariosa. Quienes se lanzan por el primer camino no revisten mayor interés, porque la envidia es un patrimonio barato, al alcance de cualquier fortuna. A mí me gustan, por su falta de hipocresía, los segundos, quienes escurren con sacrificio su pluma para reunir los honorarios que les sufraguen tanto confort como se puedan permitir.

Sibarita fue Larra, quien pese a todo su romántico dramatismo era la pluma mejor pagada del país y lo demostraba lavándose a diario con jabón de almendras, manteniendo un servicio plural y ceremonioso en su céntrica residencia de Caballero de Gracia y haciéndose ver por El Retiro en el mejor cabriolé del mercado, lo que equivaldría exactamente a revolucionar el Infiniti en un semáforo de la calle Serrano. Sibarita fue Wilde, que dilapidó su fortuna de exitoso dramaturgo llevando a cenar al diabólico Lord Alfred unas noches a Kettners y otras al Savoy hasta la catástrofe final. Debemos a Wilde –uno de cuyos más famosos personajes sentencia incontrovertiblemente: “Mis deseos son órdenes para mí»– el evangelio pagano del sibarita moderno en forma de aforismos: «El placer es la única cosa por la que se debe vivir. Nada envejece tan rápido como la felicidad».

El sibaritismo literario se ha vertido en géneros diversos, desde el erótico al convival, pero aquí queremos fijarnos en el género estrictamente culinario, pues comer y beber bien es quizá el más sólido y longevo de los placeres humanos. Uno, por ejemplo, deja de disfrutar del sexo mucho antes de seguir disfrutando de una botella de Borgoña; y cuando el Borgoña ya no nos sepa a nada, quizás haya sonado la hora de marcharse indignados de este mundo.

El banquete articula una de las vetas más cultivadas de la historia literaria desde la antigüedad grecolatina hasta los nuevos corifeos de la cocina fusión. Cada vez que los héroes de las epopeyas homéricas tienen algo que celebrar, se atracan de muslos pingües y jarras de vino convenientemente libado en honor de los dioses, lo que equivaldría a la bendición cristiana de los alimentos. De la Ilíada al Satiricón del árbitro de la elegancia, el romano Petronio –con su pantagruélico banquete del rico Trimalción–, la buena mesa sirve al escritor clásico para señalar la diferencia entre los pueblos bárbaros y la civilización. Dime qué comes y te diré lo que eres, proclamaría en el siglo XIX el fundador de la literatura gastronómica moderna, Jean Anthelme Brillat-Savarin, del que luego hablaremos. Homero, Hesíodo, Anacreonte, Píndaro, Heródoto, Jenofonte, Aristófanes, Plutarco o Ateneo concedieron a la gastronomía un lugar preponderante en sus obras, normalmente usando el motivo del banquete como marco narrativo o dialéctico. Pero fueron los romanos, con su proverbial sentido del orden y la jerarquía, los que nos legaron la primera monografía gastronómica medianamente completa de la literatura occidental. Se trata del De re coquinaria, o De la cocina, escrito en el siglo I d.C. por Marco Gavio Apicio, cuyo epicureísmo desacomplejado enojaba al bando estoico de su tiempo, formado por Séneca y Plinio el Viejo. En realidad, el epicureísmo de Apicio no llegaba a la suela de la incontinente sandalia de Lúculo, excesivo militar que se retiró con el botín de sus campañas a su fabuloso palacio del monte Pincio, cuyo lujo delirante sólo superaría la Domus Aurea de Nerón. Cuenta Plutarco que una noche, excepcionalmente, Lúculo no tenía invitados a cenar y sus criados le prepararon una colación si no frugal, tampoco suntuaria como era costumbre. Enfadado, Lúculo llamó a su mayordomo y le espetó: “¿No sabías que hoy Lúculo cena con Lúculo?” Y se hizo preparar en el acto un lujurioso convite para él solo. En 1929, Julio Camba se inspiraría en este legendario bon vivant para escribir la obra maestra de la literatura culinaria en castellano: La casa de Lúculo o el arte de comer. Si no es el mejor Camba –y eso es mucho decir–, no sé qué le puede faltar para serlo.

Hay tesis doctorales sobre la abundante cocina bíblica (que no se reduce al insípido maná). Y nos estamos ciñendo a la tradición occidental: China, Japón o la India –por no hablar del refinamiento culinario del mundo árabe, desde la voz incesante de Sherezade a los poemas andalusíes– manejan antiquísimas referencias gastronómicas. A una cocina propia, una literatura culinaria propia.

Pantagruel en el Txistu, visto por Doré.

Pantagruel en el Txistu, visto por Doré.

 Decir que el sibaritismo literario no estuvo bien visto en la Edad Media no deja de ser un prejuicio progre en cuanto traemos a la memoria los versos dionisíacos de los Cármina burana, los relatos licenciosos del Decamerón de Bocaccio o el programa vital de nuestro Arcipreste de Hita: “Como dice Aristóteles, cosa es verdadera / el mundo por dos cosas trabaja: la primera / por tener mantenencia; la otra cosa era / por tener juntamiento con hembra placentera”. Nótese que el sexo va en segundo lugar: lo primero en esta vida es comer bien. Pero la guadianesca corriente de lo pagano –siempre presente, aunque corra por el subsuelo– aflora en Europa con toda su transparencia al estallar el Renacimiento, que como sabemos no fue un estallido, como no lo es nada en la historia, y menos el Renacimiento. Y aquí surgen dos genios, franceses tenían que ser tratándose de cocina: Montaigne y Rabelais. ¿Hasta qué punto el estilo moroso y claro de Montaigne es un trasunto textual de la acción de paladear ese Château d’Yquem que le volvía loco? También el sensible trance de adjetivar lo acompañaba Pla del acto cadencioso de liar un cigarro. Y en nuestros días, un planiano acreditado como Arcadi Espada ha dedicado páginas de delicado estilo a la vida de château, al sabroso universo del queso y a la tarea de resaborización emprendida por El Bulli de Adrià.

En cuanto al genio incontinente de Rabelais, legó a la literatura mucho más que el adjetivo “pantagruélico”, el mismo que los tertulianos repiten sin saber de dónde procede. En su Pantagruel y en su Gargantúa, Rabelais reinventó la farsa narrativa a partir de la comedia aristofanesca, dio carta de naturaleza al humor grotesco, proveyó a Cervantes de los últimos mimbres para la invención de la novela moderna –Sancho es un personaje rabelaisiano-, prestó a Bajtín la teoría de lo carnavalesco –fundamental para la historiografía literaria– y en suma otorgó a la glotonería la centralidad temática que le venía siendo escamoteada en la ficción, al contrario que en la vida.

A partir de ahí, todo fue rodado. El género de la novela tuvo campo abierto a la gastronomía desde sus orígenes modernos, como prueba el Quijote en su segunda frase: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”. La literatura picaresca española está obsesionada con la comida –el hombre se obsesiona siempre con aquello que se le niega–, del pobre Lázaro al “archipobre” Dómine Cabra de Quevedo. Los ilustrados, con esa manía de sistematizarlo todo, encerraron la cocina en tratados y enciclopedias, hasta que el advenimiento de un epígono genial, ya metido en rebeldías románticas: el citado jurista Jean Anthelme Brillat-Savarin, que elevó la cocina hasta el merecido cielo de nuestra gratitud: “El descubrimiento de un nuevo plato hace más por la felicidad de la humanidad que el descubrimiento de una nueva estrella. Estrellas hay ya bastantes”. Brilliat-Savarin escribió la normativa Fisiología del gusto, donde se contradice resueltamente ese estúpido refrán que reza que sobre gustos no hay nada escrito y donde se sienta jurisprudencia todavía vigente sobre las combinaciones de sabores admisibles en el marco legal de toda sociedad civilizada. Aún Camba le invoca a menudo como cita de autoridad, y eso que el gallego, anarquista de espíritu, reconocía pocas autoridades.

El mejor Camba surgía al hablar de comida.

El mejor Camba es el que habla con la boca llena.

El modernismo abrió paso a los más descarados epicúreos de la literatura occidental. De Wilde a D’Annunzio, de Huysmans a Valle-Inclán. Sin salir de España cabe vengar el hambre proverbial que aquí se ha pasado con la prosa deliciosa de obras como La casa de Lúculo, de Camba; La cocina cristiana de Occidente, de Álvaro Cunqueiro; Historia de la gastronomía o Viaje a Francia, del catalán Néstor Luján –quien luego escribiría al alimón con su paisano Joan Perucho El libro de la cocina española– ; Lo que hemos comido, del payés Pla; o Contra los gourmets, del bienhumorado Manuel Vázquez Montalbán.

Leamos, queridos lectores. Pero ante todo comamos. Comamos despreocupados del dinero, porque es en la falta de recursos donde comienza el apetito, y despreocupados también del colesterol, porque el arte de comer no debe ser sustituido por la ciencia de nutrirse. Comamos con la audacia del primer hombre que probó los caracoles, que ciertamente fue un hambriento y no un epicúreo, razona Camba, pero cuya valentía recibió el premio del sabor. Comamos concediendo a este acto la gravedad cultural que merece, conscientes, como nos pide Cunqueiro, de que “un fracaso coquinario equivale a un fallo en el meollo mismo de la civilización cristiana occidental”.

(Revista Leer, número 244, Julio-Agosto 2013)

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16 julio, 2013 · 12:45