
Puesto ya el pie en el estribo, quizá sonrió una última vez Joseph Ratzinger al sopesar la redonda paradoja de su biografía. Consagró su vida a los fundamentos teóricos, pero será recordado por una acción revolucionaria: la renuncia al papado. Usó la razón para proteger el dogma, pero concedió a la duda un estatuto privilegiado. Armó durante décadas pacientes una cátedra monumental sobre la que afianzar la autoridad de los pontífices, pero cuando él mismo fue llamado a sentarse en ella experimentó un temblor insoportable. Se afanó en reivindicar la vigencia del proyecto ilustrado, pero fue despachado como un fanático por los inflexibles apóstoles del relativismo. Acumuló lecciones de ortodoxia a lo largo de 24 volúmenes, pero la emergencia de las clerecías neopuritanas de cuño protestante lo encontró reducido voluntariamente al silencio. Cuando Occidente se puso a programar un incesante carnaval de falsos virtuosos con sus máscaras digitales, uno de sus escasos sabios reales decidió desaparecer tras un claustro, un piano y una biblioteca.