
Objetivo a batir.
Cada mañana Pedro Sánchez besa el póster de Santiago Abascal que tiene en el despacho y clava otro alfiler en el muñeco vudú que representa a Albert Rivera. ¿Pensamiento mágico? No: demoscopia y ley de D’ Hondt. Para seguir en el poder -gobernar es otra cosa-, Sánchez necesita que Vox continúe haciendo lo que mejor hace: ahondar la fragmentación del centro-derecha y asustar al votante progre para que no se le ocurra quedarse en el sofá. Mariano Rajoy también besaba la pantalla de La Sexta en aquellas noches gloriosas de Pablo Iglesias que lograron dividir a la izquierda y movilizar el voto del miedo al miliciano. Y como es mentira que la derecha sea más pragmática que la izquierda, su voto estomacal al Señor de los Caballos servirá para blindar a Sánchez en el cargo tras el 28-A.
A no ser, claro, que fracase la furiosa demonización de Cs, que en Andalucía le robó votos decisivos. Con PP-Vox enfrente, el sanchismo gobernaría tranquilo; pero la cuña naranja hace frontera con el voto socialista que no perdona a Sánchez no ya su pecado original al pactar la censura con Puigdemont sino su forzosa reincidencia frankensteiniana a partir de mayo, indultos mediante y consumadas la purga en PDeCAT y la alianza entre ERC y Bildu. Cuanto más gruesa la cuña naranja, más menguada la expectativa sanchista; cuanto más delgada, más segura la polarización que beneficia al bipartidismo. Así que urge aniquilar a Ciudadanos: de eso va esta campaña. El PP martilleará los oídos de sus dudosos con que Rivera se pirra por abrazar a Sánchez y el PSOE los de los suyos con que Rivera es indistinguible de Abascal. El acusado, entretanto, sueña un pacto andaluz, donde de momento no hay gais colgados de grúas ni mujeres recluidas en cocinas.